No lo pueden remediar
Este país es cada vez más chistoso, pero hay algún chiste preocupante, sobre todo porque empieza a reírselo no sólo en la esfera privada o en la periodística y social, sino también en la política y aun en la bélica. Disculpen ustedes que comience por lo particular, esto es, por lo más leve e insignificante. Con mayores o menores razón y fortuna, soy de esos individuos con nefasto espíritu justiciero que no se dejan mucho atropellar; si me considero objeto de un abuso o un engaño, no me callo, lo señalo y procuro enmendarlos ya que no supe evitarlos. Eso me ha llevado en los últimos años a mantener algunas polémicas en los diarios, a menudo con gente más poderosa que yo; asimismo a llevar a los tribunales a un empresario que según mi criterio incumplió un contrato y además no quiso un arreglo amistoso y no me dejó otra opción («¡Al juzgado, Marías, al juzgado!», me chilló desde estas mismas páginas). Pues bien, voy notando cada vez más que un buen número de espectadores en principio imparciales, que no pueden conocer este atropello o aquel contrato que motivaron mi actitud, fruncen el ceño o la pluma por mis protestas y mi rebelión. Se me tilda de conflictivo, de áspero, de pendenciero, de grosero; se me riñe por levantar la voz, por no acatar las decisiones unilaterales que me han perjudicado; por no bajar la cabeza y aguantarme, como hacen la mayoría de las personas educadas en circunstancias semejantes, unas por pereza, otras por temor a las represalias del más fuerte atropellador o de todo su corporativista gremio. Oigo las voces que me dicen con amonestación: «Oye, tampoco es para ponerse así», cuando ni siquiera esas voces saben qué ha habido para que me ponga «así». Entre mis propios colegas escritores ha habido reacciones que recordaban a las de los obreros medrosos frente a los pioneros del sindicalismo: «No reclaméis tanto, que podemos salir todos perdiendo, y si cabreamos demasiado a los patronos nos quedaremos sin empleo».Quizá no es extraño que la actual precariedad de los puestos de trabajo, la asunción del despido fácil, el miedo a perder el sitio y demás maravillas del capitalismo sin trabas, estén permeando calladamente a la sociedad entera, incluso a gente, como los escritores, que en principio va por libre. Sea cual sea la causa, den ustedes dos pasos más y nos encontraremos exactamente en una especie de régimen de terror incruento y solapado, laboral y social.
Pero por desgracia lo tenemos ya también cruento y desfachatado. De un tiempo a esta parte hay un puñado de políticos conservadores, de intelectuales que ya no saben dónde olfatear algo digno de su izquierdismo de feria, de aprovechados en río revuelto, que no sólo reclaman el más o menos disimulado entreguismo a los Txikos -en abierta contradicción con su mohoso carnet de «resistentes» o «rebeldes»-, sino que además hacen a los irreductibles el mismo reproche que los obreros medrosos a los sindicalistas: «Hay que ver, qué intransigentes; y cómo os ponéis, total porque os amenazan con pegaros un tiro y a alguno que otro se lo acaban pegando; tampoco es para tanto. Venga, no protestéis tan alto, que es peor. Vamos a hablar con los Chicos». Lo chistoso del caso es que todos estos «resistentes» de supuesta izquierda -extraños compañeros de viaje de una derecha tan católico-beata como la del PNV- dan por sentado que los Chicos arden en deseos de hablar, cuando, o bien yo leo muy mal la prensa, o no se sabe aún de ningún Jefe de Chicos que haya manifestado sus vehementes anhelos de dialogar, lo cual no sería del todo superfluo para que el tal diálogo pudiera tener lugar. También es chistoso que la peña derechista-izquierdista exija que se hable con los Chicos, pero espere siempre que lo hagan otros, los Gobiernos y partidos, que para eso están. Pero tal vez, y dadas las dificultades de encontrar a los Chicos -por ejemplo, para el Ministro del Interior o el Jefe de la Ertzaintza-, no sería mala idea que la peña mediara y, como heroica prueba de su tolerancia y su buenísima voluntad, se fuera de merienda un día con Ellos a ver qué se les ofrece exactamente, y vinieran con el interesante recado, que escucharíamos todos, sin duda, con gran atención. Claro, vaya usted a saber de qué humor podrían estar los Chicos la tarde de la merienda, y como no siempre dialogan, e incluso a veces incendian, secuestran o tiran de pistola, quizá no valga la pena el riesgo de enojarlos por cualquier tontería, un panecillo.
A la peña siniestro-católica no le toca, por lo demás, ese papel. Ya hacen ellos bastante erigiéndose en conciencia «disidente» (no será del PNV, que forma coalición parlamentaria con el Gobierno de la nación) y señalando con clarividencia lo que los otros deben hacer. Pero la cosa no acaba aquí. Quienes se oponen a sus dicterios tan lúcidos y valerosos (como los de Chamberlain en su día, más o menos) resultan ser unos intransigentes, obcecados, exagerados, aguafiestas, y los culpables últimos de que los Chicos sigan tan de pésimo humor. Los Chicos, ya se sabe, son así, no lo pueden remediar, igual que antaño los Patronos eran así (¿antaño?), sin poderlo remediar: por menos de nada te enviaban los sables y las carabinas.
El chiste lleva camino de convertirse en una grave perversión. Los verdugos, los difamadores, los atropelladores ajustician, difaman y atropellan, y además pretenden que sus víctimas no se lo tomen a mal. Por no aceptarse, ya ni siquiera se acepta el esperable intercambio de golpes entre enemigos, sino que unos tienen bula para doscientos seguidos y otros son fieras, hay que ver, si protestan por el centésimo nonagésimo nono: «No se pongan así, que va a ser peor». Una sociedad que asiste a la usurpación del papel de víctimas por parte de los verdugos o la fomenta, que pide mansedumbre y sumisión ante las injusticias, los abusos y los crímenes, que tacha de conflictivos, paranoicos y camorristas a quienes no se dejan pisotear por los más poderosos (y se es más poderoso por tener mando, dinero, influencia, una empresa o armas), es una sociedad no ya cobarde, que poco importaría puesto que todas lo son, sino directamente corrompida y servil. Una sociedad a la que no parece faltarle mucho, de seguir por este camino, para pedir a las verdaderas víctimas que hagan el favor de no ponerse bordes mientras les disparan y de sonreír un poquito a sus verdugos. Porque total, pobres verdugos, no lo pueden remediar.
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