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Del dudoso privilegio de asistir al propio entierro

Tal como entienden la política algunos de nuestros actuales gobernantes, se diría que aquélla es como la magia blanca. Salen al escenario y ante las cámaras de televisión, exhiben una chistera y... nada por aquí, nada por allá y ¡zas!, de repente, desde la nada, saltan retozones o voladores animalillos diversos. Lo mismo que en política. Cada partido que llega al poder repite las mismas monsergas que los anteriores para que, como por arte de magia, el auditorio crea que el líder de turno goza de poderes extraordinarios para que del vacío surja una flamante e impoluta criatura. La observación de esta similitud, que no agota ni mucho menos los paralelismos entre circo y política, sería fascinante si no fuese por el cansancio, y a veces la irritación, que produce la clónica repetición de gestos y palabrería. Normal si se tiene en cuenta que, al menos en democracia, tarde o temprano, los líderes-magos se renuevan, pero el público sigue siendo el mismo.Lo anterior viene a cuento del afán del Partido Popular, en general, y de su presidente, José María Aznar, en particular, de presentar los logros, reales o virtuales, de su política como realidades surgidas de la nada, debidas sólo a sus poderes milagrosos y a su control cuasi mágico de la situación. Antes de él, todo era un desastre. Con él, cada cosa está en su sitio y aquellos que se atreven a poner en duda sus capacidades son, como mínimo, sospechosos de ser sicarios al servicio de un pasado de tinieblas. El juicio que este pasado merece supera en severidad crítica, y a veces en malos modos (la «acogida» a Borrell en el pasado debate sobre el estado de la nación es sólo una pequeña muestra), incluso el que los demócratas hicieron en la transición respecto a los Gobiernos franquistas. Para convencerse de ello no hay más que echar un vistazo a las actas del Congreso de los Diputados de los dos últimos años. Suele decirse que la democracia es un sistema de equilibrio de poderes. Y de controles. Por ejemplo, el que hace el Parlamento sobre el Ejecutivo. En teoría. En la práctica, diversos filtros reglamentarios, sujetos al juego de las mayorías y de las alianzas, mitigan y reducen ese control a niveles más bien modestos. Además de primar en el uso de la palabra a los gobernantes cuando se ven obligados, a veces forzados, a contestar a las preguntas de la oposición. Si se examinan esas actas -y supongo que lo mismo sucede con las del Senado-, las interpelaciones hechas por la oposición al presidente del Gobierno están contestadas, apenas sin excepción, no sólo en muy poco tiempo -algunas respuestas ni siquiera llegan al minuto-, sino que además parecen hechas desde la dignidad ofendida de quien cree estar por encima de toda duda o sospecha. Se diría que corresponde a un liderazgo que ha rescatado la democracia de las garras del maligno, de la iniquidad y de la casi absoluta y total incapacidad para hacer o pensar nada a derechas. Las respuestas, más bien no respuestas, de José María Aznar a las interpelaciones parlamentarias, expresadas además con un estilo casi siempre malhumorado y normalmente displicente, son en general, y con escasas excepciones, una acabada muestra de prestidigitación política. O sea, que parten de la nada para llegar a un final tan brillante como indiscutible. Las cosas están bien porque las hago yo y estaban mal cuando las hacían ustedes. Igual da -por ejemplo, en las alianzas con los nacionalistas- que algunas de esas cosas sean prácticamente idénticas a las que hacían los Gobiernos anteriores. ¿Es excusa decir que Felipe González, que además faltaba mucho al Parlamento, tampoco se distinguía por su cortesía parlamentaria? Si es así, habrá que reconocer que no todo es ex novo en la política popular. Se diría entonces que algunas malas maneras, corregidas y aumentadas, son la única herencia que los populares aceptan del pasado.

Claro que ningún Gobierno se distingue por practicar la generosidad con sus antecesores, ni en conceder cancha a la oposición. Sin ir más lejos, el PSOE fue injustamente duro con la UCD y tardó años en reconocer los méritos de Adolfo Suárez como hombre clave en la transición. Pero el Partido Popular está dando un paso más adelante en ese camino: enterrar todo antecedente, ignorar todo valor político del adversario, minusvalorar los esfuerzos de toda una generación para que este país fuese una democracia, no reconocer valores, personas y episodios que fueron fundamentales e hicieron posible la transición. La democracia en España no surgió de la nada y fue posible por el esfuerzo y el sacrificio de muchos. De hecho existe una generación que bien puede llamarse la generación que trajo las libertades y que tuvo la gallardía de reconocer la labor de quienes antes se quedaron en el camino, sin importar su adscripción ideológica ni su filiación partidaria. Por supuesto que hay gentes dentro del Partido Popular que estuvieron en esa tarea. Pero no son en estos momentos quienes participan en el discurso oficial dominante. Ahí lo que predomina es la exclusión y ese intento, por una parte, de echar tierra sobre la historia reciente y, por otra, de reinventarla cuando no de negarla. El proceso democrático es siempre acumulativo, nunca empieza de cero, nadie tiene derecho a tachar a discreción a quienes le precedieron...

Ésta era la tendencia. Pero después de la cumbre de Bruselas ya no hay ninguna duda. Menos aún después del debate sobre el estado de la nación. Porque, si ha habido un tema que en nuestra reciente historia ha unido a los demócratas españoles durante décadas, ésa ha sido la idea de Europa. Fue así durante la dictadura y continuó con la democracia. De hecho, España fue el único país europeo en el que el Gobierno, a la sazón socialista, encontró el apoyo unánime de todas las fuerzas parlamentarias para el ingreso en la CEE. Fue el penúltimo episodio de una larga historia. Ahora, a propósito de la puesta en marcha de la moneda única, José María Aznar no ha tenido ni una sola palabra de recuerdo o de reconocimiento (perdón, hubo una referencia agradecida... a quienes le apoyaron) para una muy larga lista de españoles que trabajaron sin descanso por un sueño político que ahora, en parte, se hace realidad. Ha preferido no compartir su éxito con nombres tales como Giménez Fernández, Salvador de Madariaga, Dionisio Ridruejo, José María Gil Robles, Joaquín Garrigues, Enrique Tierno Galván, Joaquín Satrústegui, Francisco Fernández Ordóñez, por citar sólo a unos cuantos políticos, ya desaparecidos, de una lista interminable que se prolonga a otros muchos en activo (¿le suena, por ejemplo, al señor presidente el nombre de Fernando Morán?), incluidos por supuesto los tres jefes de Gobierno de la democracia: Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González. Con mención especial a este último en el tema de la construcción europea: como corresponde a ser firmante en Maastricht, donde nace la moneda única, y al reconocimiento que merece que bajo su presidencia, en la cumbre de Madrid, se aprobase el nombre del euro.

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Algunos de nuestros actuales gobernantes -no todos, por supuesto- llegaron a la democracia lo que se dice a mesa puesta: gozaron desde el principio de su vida pública de un sistema de libertades que no salió de la chistera de ningún prestidigitador. Ni siquiera hace un cuarto de siglo que España era una dictadura superviviente de la derrota de los fascismos. No hay que tener mucha memoria para, al menos, acordarse de cómo era este país entonces y cómo se lo entontró el Partido Popular cuando ganó las elecciones de marzo del 96. ¿A qué viene entonces este estilo bronco, de permanente ajuste de cuentas, del borrón y cuenta nueva incluso en aquellos temas que están, o deberían estar, por encima de la trifulca política cotidiana? Se acepta, porque así de mezquina es la política, que no se reconozca mérito alguno a quienes por voluntad popular se sentaron antes en las poltronas del poder. Tampoco proceden en democracia los agradecimientos. Pero, al menos en el tema de Europa, el presidente del Gobierno de España podía haber ampliado su mirada y echado la vista hacia atrás. Después de todo, los éxitos compartidos lo son más. Además, ¿qué interés tiene enterrar y particularizar un patrimonio común? Es una actitud políticamente absurda, como todas las que restan y no suman, que además no logrará borrar la historia. Son muchos los españoles que se niegan, mucho menos después del euro, a que tan prematuramente se entierre esa memoria colectiva que es parte de su identidad. Y también la de la España democrática.

Pedro Altares es periodista.

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