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Tribuna
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Parlamento

En los tiempos de la transición, pasado el largo luto oficial por la muerte de Franco, incardinado en la siniestra prolongación de Arias Navarro, tuve la oportunidad profesional de desempeñar funciones de cronista en las Cortes. Época de frescura virginal informativa, en la que estábamos democráticamente barajados los periodistas, que por primera vez poníamos el pie sobre aquellas alfombras, y los diputados, la mayoría bisoños y casi todos con aire de cuneros advenedizos. Creo que quienes antes se familiarizaron con el ambiente fueron aquellas emprendedoras y tenaces periodistas que tuvieron -esa impresión daban- amedrentados y rendidos a los primerizos padres de la patria. No había rincón ni diván o reducto donde no se viera al diputado provinciano en largo coloquio bisbiseante con la animosa redactora del más inverosímil semanario provinciano. A su vez, el político pretendía extraer información del reportero, que la facilitaba con largueza, sin reparar en la veracidad o el fundamento.Lo que llamaban "taberna del Cojo" ya debe ser, hoy, una remota referencia entre los mayores: el bar del Congreso, cuyo lienzo era, nada menos, la enorme puerta ceremoniosa, sólo se abre para el Rey, que da a las escaleras de acceso, donde siguen impertérritos los leones de la bola, en la carrera de San Jerónimo. Estaba cubierta por un inmenso tapiz y allí libaban ministros, representantes del partido oficial, de las oposiciones y nosotros, los periodistas. El tuteo estaba generalizado y en la barra uno podía sorber el café con la espalda pegada a la de Rafael Alberti, esquivar un imprevisto empujón de Manuel Fraga o fumarse un pitillo con un juvenil Txiki Benegas.

Los plumíferos nos llevábamos muy bien; todo era contento y cordialidad. Desde el palco reservado a la prensa sentada -no había sitio para todos- pude disfrutar de la coronilla de quienes encarnaban la soberanía popular. Justo debajo quedaba el escaño de Santiago Carrillo, a quien dediqué especial y perseverante atención. Entonces -¡fí-jense si la democracia estaría en mantillas, que estaba permitido, mejor cabría decir, no estaba prohibido fumar en el hemiciclo!-, en muchas ocasiones, me desentendí del curso de las controversias, intentando averiguar si don Santiago chupaba o soplaba el cigarrillo permanentemente colgado de sus labios. Ya no recuerdo cuál podría ser el interés deducible, ya que los bronquios supuestamente maltratados eran de la incumbencia intransferible del personaje.

Aquel idilio prensa-legislativo pasó, con éxito, por el intento de golpe de Estado que escenificó el señor Tejero Molina y supuso una interrupción en la apacible y apasionante historia parlamentaria. Lo recuerdo muy bien, porque casi me cuesta una pulmonía haber dejado el abrigo en el automóvil, que me esperaba enfrente del Palace y fue despejado por, imagino, el Cesid de aquel entonces. Las cosas ya nunca fueron iguales, como si se hubiera violado el reciente candor democrático. Tras la accidentada moción de censura llegaron otras elecciones y un cambio radical de mayoría. Ya lo creo que hubo cambio: el nuevo presidente de las Cortes clausuró la taberna, y la amistosa confusión entre políticos profesionales y gacetilleros encontró su fin. Una desangelada cafetería en el tercer piso, para la prensa, y otro recinto, inaccesible, para sus señorías. Creo que aquello influyó en mi decisión de apartarme del atractivo mundo de la política andante.

Son reflexiones, a debate pasado, que me han sugerido las tres extenuantes sesiones del otro día. Como si hubiese tenido una gripe, las pasé arrimado al televisor, digiriendo discursos, observando las evoluciones de los teleobjetivos, sin enterarme muy bien de los fondos del asunto. Con picor en los ojos, al dar por concluidas las sesiones el señor presidente, me quedaron unas ligeras reflexiones que, con permiso, les traslado a ustedes. En primer lugar, resulta asombrosa la generalizada falta de cálculo temporal de cuantos intervienen, con tiempo tasado y ceñido a normas establecidas. Se encendían las lucecitas rojas y sonaba la voz en off del conductor del debate, sin el menor éxito. Parece minuciosamente calculado el exceso de tiempo, para no coincidir con el que marca el reglamento. La segunda observación es que, en caso alguno, los argumentos que allí se desgranaban convencieron, incitaron a los destinatarios a modificar posturas, previas e inconmovibles, de toda evidencia. Y eso que algunos estaban bien traídos.

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