No estoy solo
A veces pienso que soy la única persona que se entristece y desespera en Madrid, y fuera de Madrid, por la bárbara costumbre de la poda, sea ésta municipal, vecinal, castrense, colegial, conventual o a instancias de vecino arboricida, que de todo hay en la viña del Señor. Se trata de un problema de falta de sensibilidad y sentido común, pero también, y sobre todo, de incultura y este país es cada día más inculto a pesar de todas las campañas de teatro vanguardista (y muchos etcéteras) patrocinadas por Comunidades, Ayuntamientos e instituciones. Se encierra la cultura, o seudocultura, en las salas, mas al parecer no se la considera políticamente correcta suelta por las calles. De esta reclusión de la cultura, o seudocultura, se derivan grandes males, como el hecho de que haya ciudadanos de buena fe convencidos aún de que la poda arbórea es "buena". Claro, si la practican los Ayuntamientos, con tanto gasto y dedicación, por algo será.La costumbre de la poda es tan antigua como la Villa y Corte. La explicación de sus inicios, lamentable: el Madrid capitalino importó señores "del campo" para cuidar sus árboles, y eran ellos agricultores, habituados a la explotación de frutales, de modo que aplicaron las mismas técnicas a los árboles ornamentales. Los cuidaron, o sea, a hachazo limpio. Y lo terrible no es que se comenzara así de mal, sino que el error de aquellos pobres hombres haya sentado jurisprudencia por los siglos de los siglos, amén. Con tantos medios y dineros, con tantos masters pudriéndose en los armarios. Y ésa es mi angustia.
Pero no estoy solo, tengo dos amigos que aman los árboles y comparten mis penas. Uno se llama -se llamó- Antonio Ponz, vivió entre los años 1725 y 1792, y, natural de un pueblo de Castellón, tras estudiar en Segorbe y Valencia, se vino a Madrid ya en 1746, "deseoso de hacer mayores progresos". Estudió los Códices de El Escorial, copió en aquel monasterio cuadros de Rafael y Pablo Veronés, escribió una obra de 20 tomos titulada Viaje por España y llegó a ser consiliario de la Real Academia de San Fernando, cargo que todavía ocupaba cuando vino a buscarle la muerte el 4 de diciembre de 1792. Pues bien, Ponz, madrileño de adopción durante cuarenta y tantos años, se escandalizaba tanto como yo ante la barbarie de la podatala y, refiriéndose a una de ellas, aplicada al paseo de las Delicias, nos dice que los podadores actuaban "como si el fin fuera hacer leña", añadiendo: "Sería deseable que se les dejase (se refiere a los árboles, claro está) entregados a la naturaleza". Y también: "Las limpias y las mondas de los árboles, cuando no se dan con necesidad y mucha inteligencia, son para ellos verdadera peste".
Dos siglos después, se sigue talapodando sin necesidad y con poca inteligencia, y los árboles de Delicias continúan sucumbiendo a los caprichos de la sierra mecánica.
Y no es por darme pisto, pero tengo otro amigo, por fortuna vivito y coleando, que me ha escrito una carta magnífica y reconfortante expresándome su total solidaridad con las opiniones contenidas en mi columna La cumbre. Un amigo al que ni tenía ni tengo el gusto de conocer, pero a quien me atrevo a situar, sin consultarle, en el top-hit de mis afectos. Se llama mi amigo don Alfonso de la Serna, me remite su artículo En defensa del árbol, publicado por El Diario Montañés, y me confía su preocupación por "lo que se está haciendo en algunos lugares de mi tierra (Cantabria) con los árboles de calles, plazas y carreteras". "A mí", añade, "ver podar un árbol, sea como sea, me produce casi escalofríos".
Don Alfonso ha sido embajador de España en Suecia, y me cuenta su lucha por salvar un árbol derribado por el viento en el jardín de su embajada. ¡Tenía 500 años! En Suiza, donde también vivió, "he visto organizarse un verdadero debate político, con votación y todo, por un árbol: si se podía cortar o no. Y en muchos jardines privados que conozco de aquel país, sus dueños me han enseñado con orgullo árboles que plantaron hace siglos sus antepasados familiares...". Se alegra de que haya almas "vegetalmente correctas" y gemelas, según afirma y me anima a seguir.
Lo haré, Alfonso, mientras el cuerpo aguante. Y gracias.
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