Los invisibles
Autobombo y platillo, luz y taquígrafos, cámara..., acción. La televisión madrileña, autonómica y desamortizable, retransmitió en riguroso directo, que no en vivo, la inauguración de un túnel, suceso emocionante donde los haya, noticia bomba, material de primera, información puntual, urgente y previsiblemente exclusiva. Lástima que tan singular evento tuviera que ser programado en horario matinal y no en el prime time, donde sin duda hubiese pulverizado los récords de audiencia. Lástima sobre todo por los niños, a los que la disciplina escolar privó de un espectáculo tan edificante como pedagógico, que hubiese contribuido a formar su conciencia cívica. Yo sólo pude verlo diferido y resumido, y desde luego no es lo mismo, porque se pierde la vibración, esa emoción que sacude incluso a los espectadores más insensibles en el instante mágico en el que la cinta se rinde ante el rotundo tijeretazo del inaugurador experto, ese pálpito jubiloso que exhalan los gentiles discursos de las autoridades y el grácil floreo del hisopo eclesiástico que salpica el aire de la mañana con su rocío bendito.Los informativos de Telemadrid van a ser bendecidos también por fondos europeos dentro de unas semanas, una bendición del eurocielo que sin duda merecen los profesionales de esa empresa, últimamente en el alero de la privatización. Las cámaras de Telemadrid nacieron con vocación callejera e inquieta y se colaron en las pantallas domésticas de los madrileños después de haberlo hecho muchas veces por la puerta de sus domicilios. Cámaras inquisitivas, indiscretas, un punto entrometidas, algo cotillas como corresponde a la idiosincrasia de los vecinos de esta Villa de correveidiles, chismosos y sabelotodos en cuyas ollas se cuecen los rumores más crudos de la Corte.
Hasta ahora, el Ayuntamiento de Madrid, cuando no podía solucionar un problema como el del tráfico, optaba por enterrarlo pudibundamente bajo una obra más o menos faraónica. Sin embargo, hay problemas como el de la prostitución callejera, la toxicomanía pública, o la mendicidad en la red viaria, que no admiten esa socorrida técnica. Aunque ediles de diversa condición ya especularon en su momento con la posibilidad de crear un "prostitutorio" a las afueras de la ciudad, la iniciativa no prosperó, entre otras cosas ante la falta de interés de las profesionales del negocio, reacias a trasladarse a ese lazareto humillante, enclave invisible a los ojos de las personas de orden, entre las que se cuenta lo más selecto de su clientela.
Uno de los objetivos explícitos de la remodelación propuesta para la Red de San Luis, la calle de la Montera y la plaza del Carmen es erradicar de tan céntrica zona a sus peri-patéticas inquilinas, las más veteranas de un entorno en el que llevan instaladas desde el siglo XVII. Pero hay un punto de originalidad en esta reforma: ante la radical negativa de las daifas locales a hacerse invisibles, los reformadores, urbanísticos y morales, van a contraatacar, al modo homeopático, dándoles su propia medicina, dotando al barrio de una iluminación deslumbrante, una sobredosis de luz ante la que se supone que meretrices, rufianes, yonquis y vagabundos, tradicionales amigos de las sombras, habrán de huir como los vampiros del crucifijo y la ristra de ajos. De ahora en adelante cabe suponer que las cámaras subvencionadas de los informativos europeizantes de la televisión madrileña empezarán a mirar hacia otra parte, a reflejar los mejores perfiles de esa ciudad autosatisfecha, reluciente y bien rasurada como las mejillas de su seráfico alcalde, en vez de hurgar entre los detritus que se acumulan en los rincones nefandos de la urbe.
Quede ese trabajo sucio para cineastas radicales y marginales, como el realizador argentino Enrique Gabriel, que estrena estos días en Madrid su película En la puta calle, un filme ácido, visceral y urgente que ilumina, entre el humor y el patetismo, las tinieblas de la inmigración clandestina, el desempleo, la droga y la miseria "invisible" de la urbe. Las dificultades que ha tenido que superar En la puta calle para ser estrenada comercialmente en su escenario natural habrán servido a su director para darse cuenta de que ha equivocado el camino. Aún está a tiempo de enmendarse y enfocar sus cámaras hacia paisajes más amables, políticamente correctos y subvencionables.
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