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Tribuna
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Fantasmas jacobinos

Antonio Muñoz Molina

El hemiciclo del Congreso es como un aula escolar demasiado grande donde nadie se calla y nadie se está quieto. Hacia el techo cóncavo y poblado de pinturas de figurones históricos y damas alegóricas sube siempre como un rumor escolar que puede convertirse en desmadre de alumnos que se le suben a las barbas al maestro o en broncazo de mala tarde taurina. El rumor, de vez en cuando, desmaya hacia un océano de aburrimiento, del que no se salvan ni los parlamentarios más adictos al orador de la tribuna. El presidente del Congreso se parece a un maestro con vocación de severidad, pero con pocas virtudes para el mando: alza el dedo índice como un maestro, y cuando golpea la mesa llamando al orden a uno le extraña que los golpes no los dé con una palmeta de pedagogía terminante.Al cabo de unos minutos de escuchar al presidente del Gobierno yo ya había sucumbido a una sugestión escolar de tiempo eterno, como cuando de niño me quedaba modorro oyendo las explicaciones cansinas del maestro. La prosa del discurso del presidente es un prodigio lingüístico digno de estudiarse, una prosa tan sin atributos distinguibles que ni siquiera tiene latiguillos ni rutinas verbales. Sus palabras se estabilizan en un tono monocorde que apenas se distingue del ruido escolar de fondo. Tienen virtudes no ya narcóticas, sino hipnóticas: lo amansan a uno, lo amagan, lo convencen, lo amodorran en una confomidad como de mesa camilla, de clase media sin muchos sobresaltos ni expectativas de nada, de aburrimiento virtuoso, eterno, beatífico. Al presidente del Gobierno sus adversarios le acusan de mediocridad, pero lo suyo es una neutralidad perfecta, sobrehumana, la misma que tiene su aspecto físico, su capacidad de convertirse, a una cierta distancia, en la figura de alguien idéntico a cualquiera, difícil de recordar en cuanto uno deja de mirarlo y escucharlo, incluso mientras uno lo mira y lo escucha.

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Yo lo escuchaba y me iba dejando adormecer, notaba con alarma que iba estando de acuerdo con todo lo que decía, que se me iba torciendo el cuello hacia un lado, como a algunos diputados de edad provecta. Por la tarde, cuando empezó a hablar Borrell, todavía no acababa de despertarme. Más que sus palabras, lo que me despabiló por completo fue el espectáculo de los parlamentarios gubernamentales, que además estaban sentados justo frente a mí. Si llegan a estar en una escuela, en vez de en un Parlamento, a una gran parte de ellos los hubiera expulsado el maestro más paciente, los habría puesto al menos contra la pared. Las filas de diputados del PP parecían las de uno de esos coros populosos del carnaval de Cádiz, donde cada figurante gesticula y hace aspavientos con las manos. A Borrell le cruzaban los dedos, le hacían pedorretas, se oían voces que le llamaban chulo y trilero. Había diputados que hablaban por teléfono o conversaban entre sí, que leían el periódico, que se levantaban y volvían a sentarse, como esos alumnos díscolos que no hay forma de que se queden sentados en su pupitre.

La gran expectativa del día era la intervención de José Borrell, pero da la impresión de que cuando terminó su debate con el presidente lo que prevalecía en la Cámara era un cierto sentimiento de decepción. El rumor de fondo, el ruido, la bronca, apenas le permitían levantar el vuelo de su oratoria. Se le vieron maneras, como dicen los taurinos, breves llamaradas de energía verbal que contrastaban mucho con el desmayo monótono del presidente del Gobierno, incluso se permitió alguna metáfora de cierto lustre antiguo: "Con la marea alta todos los barcos flotan", dijo, aludiendo a la coyuntura económica, "pero a ustedes les falta rumbo y cartas de marear".

Pero tendía a ponerse demasiado prolijo, y de vez en cuando se empantanaba en prolijidades técnicas que costaba mucho entender, sobre todo si se tenía la mente ya embotada por el rumor de fondo y por el otro rumor no mucho más articulado del discurso presidencial. De pronto hubo un chispazo de verdadero debate: el presidente dijo que después de la caída del muro de Berlín ya no había más que un único modelo de sociedad en el mundo. En su respuesta, Borrell se aproximó a una cierta épica de la nueva socialdemocracia europea, aunque sus palabras parece que agravaron el gesto pétreo de Julio Anguita: "Debajo de los cascotes del muro de Berlín está enterrado el comunismo, no el socialismo democrático". Debe de ser por cosas así por las que sus adversarios le llaman jacobino. Un nuevo fantasma recorre Europa, se ha instalado ya en Londres y en París. En el Congreso de los Diputados, por encima del rumor de fondo, a pesar del tedio, de la lenta duración de los discursos y las horas, hubo momentos en los que se vio más cerca la posibilidad de que ese fantasma, el de una socialdemocracia renovada y necesaria, empiece a instalarse entre nosotros

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