Enseñanza de la religión en EE UU
Las clases de religión en el ordenamiento jurídico estadounidense son voluntarias, no optativas. No son una asignatura académica, ni tan siquiera una asignatura: no forman parte del currículo escolar. La escuela pública se limita a permitir que los alumnos que lo soliciten abandonen el centro para asistir a las clases de religión, pero no controla el contenido de las clases; tampoco considera, ni positiva ni negativamente, la asistencia. Su única función es ofrecer a los alumnos que permanecen en el centro la posibilidad de realizar otras actividades.
Ni las clases de religión ni sus posibles alternativas son, de ninguna manera, académica o formativamente evaluables. El Estado no asume la prestación de la enseñanza de la religión en los centros públicos (no se configura como un derecho exigible ante el Estado), ya que, para el ordenamiento jurídico estadounidense, la obligación legal de asistir a las escuelas cinco días a la semana no supone una limitación a la libertad religiosa de los alumnos, pues éstos pueden recibir instrucción religiosa después del horario escolar o los fines de semana. Tampoco existe ningún tipo de relación económica o laboral, ni tan siquiera contractual, entre los centros y los grupos religiosos -independientemente de su número de seguidores o arraigo histórico- que imparten las clases de religión.
Este modelo surgió en los años cincuenta y se articula de forma que los padres deciden si quieren que sus hijos asistan a las clases fuera del recinto escolar. El resto de los alumnos está obligado a permanecer en un aula, normalmente para dedicar ese tiempo al estudio. La enseñanza de la religión no tiene evaluación académica; la escuela no se encarga de la labor organizativa y administrativa; se imparte fuera de las aulas de las escuelas públicas para evitar proporcionar a los grupos religiosos las aulas y, con carácter general, para no ahorrarles los costes asistenciales, que de otra forma serían pagados con los impuestos.
En el ordenamiento jurídico estadounidense, libre de cualquier prejuicio histórico en el contexto educativo, el debate no se plantea sobre la posibilidad de impartir clases de religión en las escuelas públicas (una prohibición ya implícita en su configuración como Estado laico), sino que sitúa la controversia en tomo al régimen a que deben someterse los alumnos que permanecen en la escuela. La permanencia ha sido calificada por algunos jueces del Tribunal Supremo de prisión provisional o coacción a la que se somete a los alumnos que carecen de creencias religiosas, porque implica ausencia de elección e incluso un posible atentado contra el principio de igualdad, ya que por motivos de conciencia no pueden elegir, mientras que los que tienen creencias religiosas pueden optar entre asistir a clases de religión durante el horario escolar o después del mismo.
Por este motivo, un sector importante de los jueces del Supremo ha abogado desde los años cincuenta por que la religión se imparta fuera del horario escolar, pues así los alumnos que no quieran asistir podrán volver a casa y realizar las actividades que llevan a cabo en su tiempo de ocio. Las críticas y expectativas del sector descrito han supuesto que la jurisprudencia del Tribunal Supremo federal evolucione, y la tendencia es que las clases se impartan fuera del horario escolar, evitando cualquier influencia en el desarrollo normal del horario escolar y en la conducta de los alumnos que optan por no asistir, eludiendo la relación organizativa entre la actividad educativa de la escuela y las confesiones, y permitiendo a los alumnos que no asistan a religión realizar las actividades por las que optarían de poder elegir libremente.
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