Gran liquidación fin de temporada
Las posibilidades de acuerdo en el Ulster y la irrupción del efecto Borrell en la vida política española alivian la insoportable sensación de levedad con que se empezaba a despedir el milenio. Las posiciones más habituales de los medios de comunicación ante estas cuestiones se estaban haciendo tan insufribles que ni siquiera se soportaban a sí mismas. Es difícil pensar que los responsables, firmantes o anónimos, se creyeran lo que estaban escribiendo y más bien sospecho que estaban aprisionados en el diseño del homínido correcto. Se habían instalado en lo mediáticamente correcto al servicio de lo políticamente correcto, con el oído a la defensiva de cualquier ruido, se llamara el ruido Borrell o propuesta de negociación en Euskadi o movimiento zapatista en Chiapas. Se acentúa la tendencia a minimizar las razones de los zapatistas, presentados progresivamente como culpables de que Armani no haya podido establecer sus sucursales en San Cristóbal, privando así a los indígenas de un definitivo acceso a la modernidad. Está de moda repostar antizapatismo en México DF porque así eres admitido en los salones del Bloomsbury intelectual local, de lo contrario engrosas las filas de la obscenidad resistencial, sombra nostálgica de una ética de la resistencia que ha hecho mucho más daño a la humanidad que la ética de la explotación. Se cuelan en los mejores brain trusts del país subintelectuales maccar thys tas parasitarios que con 20 duros de posmayismo francés sancionan la Historia como el fracaso continuado de todos los zapatismos que han sido frente al sentido común de todos los PRI víctimas de malentendidos maximalistas. ¡Qué gran rey constitucional nos perdimos cuando guillotinamos a Luis XVI! ¡Qué estúpidamente obligamos a Franco a ser un dictador por el procedimiento de no cederle el Estado el 18 de julio de 1936! ¡Criminal conducta la de los soviéticos al oponerse al avance de Hitler provocando así la muerte de 20 millones de ciudadanos! ¡Miserable resistencia contra los nazis que llenó los cementerios de represaliados! ¡Culpable conducta tupamara o montonera desafiando el código de honor de los caballerosos militares y forzándoles a la barbarie! Tengo detectados a especímenes intelectuales de esta calaña que progresivamente se han infiltrado como pensadores mediáticos, sin otro mérito que ofrecer su electroencefalograma plano como canon y de tener una sorprendente capacidad de diagonalizar la lectura de 50 libros de pensamiento al día. Su negación de la ética de la resistencia conecta con la demanda del mercado del pensamiento único y su rechazo de lo diferente como sospechoso de insumisión arbitraria forma parte del metabolismo intelectual casi dominante en este país, perdido aquel pudor que nos salvó de exhibicionismos objetivamente reaccionarios en los primeros 10 años de la Transición.Una prueba de la pérdida del pudor fue la reacción histérica contra los que reivindicaron la alternativa de negociar la cuestión vasca, reacción que llegó a la grosería, a insultar a Margarita Robles, uno de los pocos referentes de la razón democrática milagrosamente instalada en el Ministerio del Interior en aquellos tiempos protacticistas de Belloch. Así como los ex izquierdistas son los más radicales a la hora de machacar la ética de la resistencia, los ex vinculados a o ex simpatizantes de ETA suelen ser los más intolerantes frente a cualquier propuesta de negociación, como si siguieran instalados en la autoridad, pero también en el complejo de culpa que les da su pasado terrorista. Se ha construido un héroe positivo de la lucha antiterrorista que se llama Mayor Oreja, un personaje de cartón piedra, sin cintura y pendiente de la eficacia electoralista de su monolitismo, no de la eficacia antiterrorista. Complementario de esta actitud ha sido la de minimizar la lógica anticonstitucional del peligroso ministro Serra, secreto de Estado en sí mismo, el gran secreto de Estado de España, que ya lo fue en tiempos socialistas y lo sigue siendo hoy, a manera de conjunción copulativa entre dos guerras sucias. Para cubrir las espaldas de este individuo y de una lógica gubernamental truculenta, se ha llegado a relativizar el absoluto de lo constitucional, como si se pudiera ser más o menos constitucional o como si se pudiera estar más o menos a favor de la pena de muerte.
Y lo de Borrell ha sido de manual de Facultad de Ciencias de la Información. Todos los correctos de este país se pusieron del lado de Almunia, no por las ciertas cualidades del secretario general del PSOE, sino por lo que Borrell tenía de ruido y cuando las bases del PSOE han aportado uno de los más estimulantes signos de que hay dos Españas, la agónicamente correcta y la esperanzadamente incorrecta, la voluntad de síntesis vuelve a recurrir a lo inevitable como única salida. Convertir el conflicto de fondo entre el aparato del establishment dominante, que reúne el aparato del PSOE con el del PP o el del Banco de Santander o el de la directiva del Barcelona FC, y la crítica emergente de una sociedad insatisfecha, en una suma Almunia-Borrell como final feliz cupular, es pretender devolver la situación al estado de gran liquidación fin de temporada: en las rebajas el pasamontañas del vicecomandante Marcos, el valor civil de Margarita Robles y los votantes de Borrell.
Podría pensarse que estamos ante una calculada estrategia de inculcación de lo correcto como imprescindible hepatitis global fin de milenio, pero tal vez se trate simplemente de la melancólica exhibición de los restos analíticos del homínido has been, un plasta de mucho cuidado que no soporta que la Historia sea una sucesión de errores decrecientes que ya incluye los suyos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.