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Aquella Barcelona de OliartVALENTÍ PUIG

Subió al tren en el apeadero de la calle de Aragó y alguien le despidió regalándole un ensayo de Dámaso Alonso sobre san Juan de la Cruz. El viajero dejaba atrás su juventud, años dorados a pesar de las muchas ignominias de la dictadura, años henchidos de ganas de vivir a pesar de todo. Dejaba atrás una Barcelona irrepetible, sus mejores amigos, complicidades que lograrían sobrevivir a las insidias del tiempo. Dejaba atrás peculiares formas de libertad inmadura y, a la vez, de responsabilidad entrevista. Todo eso está en Contra el olvido, escrito por aquel viajero que se alejaba de Barcelona, de nombre Alberto Oliart y de profesión, más allá de todas las casillas, un apasionado de la libertad civil. Con una generosa veracidad evoca en Contra el olvido los años de estudiante en Barcelona, su amistad con los poetas Carlos Barral y Alfonso Costafreda, y tutti quanti, en un mar de copas y brindis por un futuro que nunca llegaba. De repente, alguien aparecía por el patio de la facultad y decía con aire conspirativo que Franco estaba a punto de pedir asilo en Argentina. Años antes, en el patio desangelado del instituto Balmes, el adolescente Alberto Oliart se había visto obligado a escuchar las consignas de la Falange glosadas por Manuel Sacristán, con camisa azul, correaje y una ortodoxia sin fisuras que luego iba a dedicar a otras causas. Al filo de sus 70 años, Alberto Oliart ha ido reconstruyendo esas y tantas otras imágenes de aquella Barcelona, en sus tierras extremeñas, tal vez en el atardecer sumiso, cuando los rebaños se retiran y un silencio sin nombre permite escribir palabra a palabra con la serenidad de quien no acusa. Sería menoscabar el calado de Contra el olvido darle simple rango de apoyatura testimonial sobre la generación de los cincuenta: por supuesto, Oliart opera con un angular de mayor perspectiva, en busca de la sinrazón y arraigos de toda una época perdida, con el trazo de retratos espléndidos, desde el haber vivido la guerra en ambas zonas y saber de cierto que las guerras civiles las perdemos todos, aunque haya quien crea ganarlas. Entre la sociedad rural de Mérida y los acomodos de la burguesía catalana de Barcelona, el joven Oliart funda grandes amistades, lee muchísima poesía, piensa en los modelos heroicos de la historia. Permanece, imborrable, como un estigma, la huella de la guerra civil, más allá de los veranos en Caldetes, el fusilamiento de Goded, el entierro de Durruti, todo atisbado por un chico que deberá huir de la quema con su familia. Entonces lee a Daudet y contempla los castaños de los bulevares parisienses desde una infancia rota por la guerra civil. En Barcelona, la lucha armada había terminado -dice Oliart- pero la guerra continuaba. De regreso a Barcelona, están los escolapios y la lectura como gran evasión contra el dogma, ese dogma que en el instituto Balmes lleva al falangista Manuel Sacristán a arrancarle a tirones las hombreras de la camisa azul, por insumiso. Germanófilos y aliadófilos se enfrentan con desventaja hasta la derrota del Afrika Corps de Rommel. En Calella aparece Josep Pla, de ojos burlones. Al poco, Oliart cruza el portalón de la Universidad: están Carlos Barral y Jorge Folch, de muerte prematura. Monárquicos y falangistas se dan de guantazos. Asoman Jaime Ferrán y Joan Reventós, el gentleman Linati, Gil de Biedma y Castellet, en los años de Laye. Les acoge el cordial magisterio de don Luis García de Avellano, discípulo de Sánchez Albornoz. Son años de versos, de Rebeca y el amor, sin que mengüe para nada "la profunda fractura de los odios institucionalizados". Oliart aprende las lecciones de Séneca, entre caprichos de Carlos Barral y casas de mala nota. Pasan por el trance de los alféreces de complemento, beben, escriben versos, tienen tertulia en la plaza Reial, descubren a Rilke, cenan con Vicente Aleixandre en el restaurante El Canari de la Garriga. Así acaban los años en las aulas de la Universidad, no muy distantes del desbarajuste mediocre que Baroja retrató en el El árbol de la ciencia. Todo estaba por reconstruir, inmerso en la desconfianza, en el arribismo y en la arbitrariedad. Faltaban muchos, demasiados años, para la Constitución de 1978 y un afán de convivencia que Alberto Oliart estuvo presintiendo desde entonces. En las páginas de Contra el olvido están el perfume y el claroscuro de aquella Barcelona, todo contado por una voz de hombre cabal, de inteligencia razonable, de sensibilidad inasequible al cinismo, a quien entre amigos le escuché en una noche memorable del Paular detalles de su paso por el Ministerio de Defensa, en días tan inciertos. Faltan otros volúmenes de memorias del Oliart escritor, político y, sobre todo, hombre de concordia.

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