La década de Lissner
Los teatros líricos que marcan tendencias, o que reflejan con perspicacia los cambios culturales de una época, no siempre coinciden con los grandes templos tradicionales. La Ópera de Viena, el Coven Garden de Londres, el Metropolitan de Nueva York o la Scala de Milán son la reencarnación permanente del prestigio social, pero las apuestas de futuro se han desarrollado muchas veces en otros lugares. En los ochenta, por ejemplo, fue la década prodigiosa de La Monnaie de Bruselas, dirigida por Mortier antes de trasladarse a Salzsburgo. Los noventa han sido los años fructíferos de Châtelet, con Lissner como guía.Stephane Lissner, parisiense, de padre ruso y madre húngara, con 45 años cumplidos hace unos meses, ha demostrado con su gestión en Châtelet que un teatro puede ser un magnífico escaparate de la cultura lírica sin necesidad de tener unos cuerpos orquestales y corales estables, sino simplemente contando con unos criterios de dirección avispados y con un equipo de artistas y colaboradores que se identifiquen con el proyecto y estén dispuestos a dejarse la piel por defenderlo.
Boulez, Rattle, Salonen, Christie, Barenboim, Maazel, entre los directores de orquesta; Stein, Bondy, Sellars, Wilson, Strehler, Chereau, Villegier, entre los directores de escena; la Filarmónica de Los Ángeles, la Orquesta de París o la Staatsoper de Berlín, entre los grupos orquestales invitados, han puesto su granito de arena para que un teatro de segunda dentro de París sea no solamente el más imaginativo de Francia, sino uno de los puntos de referencia de Europa.
El gran beneficiario ha sido, claro, un espectador continuamente estimulado y deslumbrado por propuestas tan diferentes como presenciar una Carrera del libertino de Stravinski ambientada en las cárceles californianas, un Enfermo imaginario de Molière-Charpentier con una encantadora recreación de época, o un Don Carlos de Verdi en francés rebosante de primeras estrellas del canto.
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