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Hungría elige mañana al Gobierno que la llevará a la UE

Callejeando por Budapest, incluso atentamente, es difícil apercibirse de que los húngaros tienen mañana una cita importante con su futuro inmediato, en forma de las terceras elecciones generales desde la caída del comunismo. La casi total ausencia de cartelería, la falta de polémica popular y la de los políticos confinada a unos descafeinados y masivos debates televisados, el último anoche, reflejan el bajo tono de una campaña cuyo resultado, sin embargo, debe decidir qué tipo de Gobierno va a firmar la entrada de este país centroeuropeo en la OTAN, bendecida la semana pasada por el Senado estadounidense, o el mucho más deseado ingreso en la Unión Europea, cuyas conversaciones formales acaban de comenzar, allá por los comienzos del siglo próximo.El enigma de esta primera ronda electoral (habrá una segunda vuelta en 15 días) se resume en si los ocho millones de húngaros con derecho a voto premian al primer ministro Gyula Horn y su coalición de socialistas y liberales por haber cimentado sólidamente durante los últimos cuatro años el crecimiento económico de Hungría y abrir las puertas de su plena integración occidental; o, por el contrario, deciden castigar al antiguo dirigente comunista y su Gobierno de centro izquierda por haberles sometido desde 1995 a una dieta cuyos principales ingredientes han sido una disciplinada política fiscal y monetaria, dolorosas reformas sociales y un recorte de los ingresos reales de alrededor del 15%.

Esos tres años de hierro han colocado a Hungría, según los expertos, en la cabeza de la liga regional. El país ha evitado una crisis de la deuda a la mexicana - ha pasado de más de 20.000 millones de dólares a menos de 10.000-, sigue siendo el favorito de los inversores extranjeros entre los de la Europa poscomunista y la mayoría de su economía ha sido privatizada. Los salarios están creciendo al 5% anual y el desempleo se mantiene en un 10%, envidiable para algunos miembros de la Unión Europea. La inflación, al 18%, es la oveja negra de unas cuentas que muchos teóricos consideran ejemplares.

A juzgar por los sondeos, estas grandes cifras no impresionan demasiado a los húngaros. Las encuestas preelectorales descubren que el pastel del poder tiene sólo dos comensales reales, aproximados en sus posibilidades: los ex comunistas reformados del pragmático Horn, a quienes se otorga entre el 30% y el 32% de los votos, y el bloque derechista vertebrado por la Federación de Jóvenes Demócratas (Fidesz), en torno al 25%. El jefe de Fidesz, Victor Orban, de 35 años, es un populista que ha ido virando el timón de su partido, en su día un núcleo de jóvenes fervorosamente anticomunistas, hacia posiciones netamente conservadoras.

Los Jóvenes Demócratas, que apenas sobrepasaron el 5% en 1994, se han aliado para la ocasión con el Foro Democrático, un partido derechista con ribetes nacionalistas que ganó holgadamente en 1990 y desde entonces se ha ido disolviendo en un agujero negro.

«A diferencia de 1994, cuando tras la primera vuelta fue evidente que los socialistas arrasarían, esta vez no va a haber un claro vencedor el domingo por la noche», asegura el director de Szonda Ipsos, el más respetado instituto de sondeos de Budapest. El impenetrable sistema electoral húngaro, que asigna los 386 escaños parlamentarios mediante un sistema mixto de candidaturas individuales, listas regionales y listas nacionales, fue diseñado en 1990 para que los comunistas no ganaran las primeras elecciones democráticas. Su resultado final es que el vencedor obtiene proporcionalmente muchos más diputados que votos. En 1994, los socialistas controlaron el 54% del Parlamento con el 33% de los votos.

Los expertos vaticinan que no más de cuatro partidos de los casi veinte que concurren tienen garantizada su presencia parlamentaria, tras salvar el umbral del 5% de los votos.

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