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Viaje a ninguna parte

15 miembros de dos familias bosnias, siete de ellos niño, malviven en sus coches de un lado a otro de la capital

Antonio Jiménez Barca

La huida hacia delante emprendida por los 15 miembros de dos familias bosnias, entre los que secuentan siete niños, empezó en Bosnia, hace cuatro años, y por ahora se ha parado en un descampado del barrio de Salamanca. Recorrieron 2.600 kilómetros, cruzaron las fronteras de Croa-cia, Italia, Francia y España. Llegaron a Madrid hace 15 días. Pero siguen de viaje: deambulan de un lado para otro de la ciudad según la Policía Municipal les echa de los lugares donde instalan su campamento, formado por una tienda de campaña y dos coches.Hasta el martes vivieron el parque de Entrevías, un pinar cercano al poblado marginal de La Celsa, en Puente de Vallecas. Allí, Sacha Boganovich, de 22 años, el jefe de todo el grupo, enseñaba a quien quisiera los coches donde duermen los niños y la tienda utilizada por los adultos. La madre de Sacha, de 50 años, se arrebujaba en un abrigo negro y ofrecía a las visitas una lata de aceite como asiento. El padre murió en 1994 de un tiro en la cabeza porque se negó a defender una barricada musulmana. Ahora Sacha es padre de dos niños pequeños de uno y cuatro años que no han conocido nunca un acomodo estable. El grupo lo componen, además de los niños, tres hombres, cuatro mujeres y un muchacho de 14 años.

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Cuenta Sacha que de su casa en Bieljina (Bosnia) les echaron los serbios por bosnios. De Croacia, los croatas, a los tres años de vivir allí, "por gitanos". En Francia unos compatriotas les aconsejaron emigrar a España. En Barcelona, la Cruz Roja les indicó que en Madrid había más posibilidades de sobrevivir.

Durante las dos semanas que han vivido en el pinar de La Celsa, sólo han recibido una visita: Carmelo El Canario, un hombre de unos 40 años que quiere solicitar al Ayuntamiento un puesto de venta ambulante para ganarse la vida. Carmelo ha sido el cordón umbilical de las 14 personas del bosquecillo poblado de drogadictos con el resto de la ciudad. Les llevaba direcciones, nombres de funcionarios: el botín burocrático obtenido después de un día entero persiguiendo por teléfono soluciones. El lunes explicaba en español a dónde tienen que ir para obtener permisos, subvenciones, certificados. Ninguno de los bosnios sabe más español que "un momento" "no hablo español" o "coche". Pero algo que va más allá de los idiomas permite que Sacha y este hombre peculiar se entiendan en un lenguaje casi privado.

El único papel que poseen, además de los carnés de conducir que avalan que efectivamente son bosnios, de la provincia de Sarajevo, es la solicitud de asilo, que expira en agosto. Si se lo niegan, tendrán que volver a emigrar, salvo que obtengan un trabajo y la posibilidad de regular su situación como inmigrantes económicos.

El martes, como casi todas las mañanas, Carmelo El Canario acudió al pinar. Y no vio a nadie. La policía municipal había acudido antes. Tras dar vueltas, las dos familias se instalaron en un descampado diminuto próximo al barrio de La Guindalera, al final de la calle de Marqués de Ahumada, rodeados de chalecitos de lujo y de un colegio de pago.

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Evitar asentamientos

Portavoces de la Policía municipal explican que no se les echó del pinar porque creen problema alguno al vecindario, sino porque una de las atribuciones de este cuerpo es evitar la creación de nuevos asentamientos chabolistas, informa Begoña Aguirre. "Y el campamento de los coches podría acabarse transformando en un barrio de infraviviendas", añaden. "Ya se les comunicó que debían acudir a los servicios sociales para que se buscase una solución para ellos", concluyen.Al lado de la tienda de campaña instalan la despensa: unos kilos de naranjas, pan y café. Todo se cocina en una hoguera alimentada con la leña o las maderas que les salen al paso.

Sacha sabe inglés, trabajó de mecánico, y es listo (y desconfiado). Los otros dos hombres adultos hablan poco. Uno de ellos se limita a enseñar la cicatriz de una herida que le dejó la guerra. El otro pone buena cara cuando se entera de que en España no es normal que en mayo haga frío y que en una o dos semanas llegará, definitivamente, el calor. Pero Sacha pregunta cómo es la cosa en invierno, si cae la nieve.

La madre de Sacha, a todo esto, prepara café. Saca del coche unas tazas de porcelana . Al primero que sirve es a su hijo. Los niños juegan con una baraja francesa que anda desperdigada por el suelo y con una tortuga ninja de plástico.

Sacha explica que ha empezado a recoger chatarra y que utiliza su coche, de matrícula alemana, como furgoneta. En una esquina del campamento amontona un tubo de escape, un esqueleto de lavadora y unos hierros de origen desconocido. También añade que los niños y las mujeres van al Centro a pedir limosna. Se encoge de hombros al revelar esto último. Y se promete que al día siguiente irá "a Cáritas", a la dirección recién traída por Carmelo El Canario.

Ayer se encontraban en el descampado del final de la calle del Marqués de Ahumada. Hoy no se sabe. A pesar de todo, la mujer de Sacha, que se erige por un momento de portavoz, dice que quiere quedarse en España. Para estas dos familias no hay vuelta atrás. A Bosnia no regresarán porque la vida es peligrosa allí, dicen. Aseguran que su viaje acaba en Madrid. No se sabe dónde, pero en algún sitio de Madrid.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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