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Entrevista:

«Temo ser la próxima víctima»

Juan Jesús Aznárez

Rigoberta Menchú, de 39 años, vive en un país donde los perros callejeros formaron pandillas y cada vez que moría gente despedazaban los cuerpos, se llevaban sus huesos y se los comían. Los perros de Laj Chinel pleiteaban durante el rastreo de los cadáveres de la guerra guatemalteca y de los heridos en agonía, y su reputación de comehombres fue tan merecida que algunos viajeros desviaban el paso al divisar la aldea. La perra de un hermano de Rigoberta Menchú se le fue un día con las jaurías cimarronas y volvió preñada, y Nicolás creyó que los perritos le habían nacido con cara de gente, y que sus ojos tenían brillo humano, y miraban como personas. Los tuvo que matar uno a uno. «Sólo espero que no haya cometido un delito ante nuestro creador».La tragedia de Guatemala aseguró el engorde de perros y zopilotes, abrió 150.000 tumbas, desplazó a casi un millón de personas, y 50.000 nacionales fueron dados por desaparecidos, en el sentido argentino del término. Hace una semana, fue asesinado el obispo Juan Gerardi. «El objetivo es intimidar a las víctimas que durante más de tres años confesaron su verdad (a la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado), la verdad de quien mató a su hermano o su pariente. Es un mensaje. Pero esperamos que no logren su propósito», reaccionó Menchú. «No les gusta cuando se habla de la memoria histórica de lo que ha pasado en Guatemala, cuando se condena al Ejército. Eso es lo que le ha llevado a su muerte».

Durante los 36 años de matazón a destajo fueron arrasadas 400 poblaciones, 100.000 mujeres quedaron viudas y 250.000 niños, huérfanos, y ese hartago condujo al acuerdo de paz de diciembre de 1996. La represión alcanzó a la familia de Rigoberta Menchú. Su madre, Juana Tum, comadrona y curandera, fue violada y degollada, y sus despojos devorados por los animales carroñeros, y su padre, Vicente Menchú, murió abrasado durante la ocupación de la Embajada española por un grupo de activistas. El Ejército lanzó varias granadas, y la legación ardió como una tea. Patrocinio, uno de los ocho hermanos de la premio Nobel de la Paz de 1992, fue asesinado. Otros dos murieron de pura desnutrición. Nunca conoció al mayor, Felipe, envenenado por pesticidas de cafetal. Ahora cayó monseñor Gerardi, «nuestro querido obispo, que también sufrió la amenaza, la intimidación, el exilio y nunca defraudó al pueblo de Guatemala porque siempre luchó por los derechos humanos. Temo ser la próxima víctima».

Su azarosa vida, el exilio de doce años en México junto al obispo de Chiapas Samuel Ruiz, los desprecios y humillaciones encajados en los pasillos de la ONU o en las aduanas europeas o americanas lo cuenta en su último libro: Rigoberta: la nieta de los mayas. «Lo único que yo pude salvar de Chinel fueron los sueños, y aposentada en los sueños sigo y sigo viviendo porque en los sueños en donde realmente existimos», escribió.

Pregunta. ¿Cómo vive en un país que le ha hecho tanto daño?

Respuesta. Guatemala es la tierra, es la raíz, es la memoria, es nuestra vida y también es la tierra de nuestros hijos, y para cultivarla tenemos que hacer las cosas lo mejor que podemos.

P. ¿Nunca le tentó irse?

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R. No. La vida en Guatemala es la única razón de ser. Es la fuente de nuestros sueños.

P. ¿Le duele la cercanía de quienes la persiguieron?

R. Es una experiencia muy grande. No quise abordarla en el libro para no ser injusta con valoraciones que pueden ser resultado de los impactos. Durante el proceso de paz, mantener un diálogo normal con políticos que por muchos años no sólo han sido racistas, sino que han atentado contra la vida y han causado mucho dolor, y tener que saludarlos y saber guardar una sonrisa para ellos, y saber escucharlos, son lecciones de este último tiempo.

P. Usted reconoce detestar a los militares.

R. Sí, pero llega un momento en que puede encauzarse el único interés común: la paz a Guatemala, y la igualdad. Querámoslo o no son actores en ese proceso, y depende de los actores la democracia o volver al derramamiento de sangre. Guatemala, en donde el 60% de los 11 millones de habitantes son indígenas, pretende alejarse de los cementerios sin permitir la impunidad de los acontecimientos más salvajes de aquella guerra, cuyo olvido judicial trabaría la reconciliación. Porque, señala Menchú, lo más terrible en Guatemala es que se sabe quién mata, y los únicos que parecen no saberlo son los jueces. La matanza de Xamán, perpetrada hace dos años, ocupa un capítulo. Menchú es acusadora contra los 25 soldados procesados por la matanza de once campesinos.

P. ¿Se hará justicia?

R. Los abogados del Ejército han interpuesto al menos 28 acciones legales para obstaculizar el proceso pero logramos sacar el caso del tribunal militar, y limpiar un poco el tribunal civil.

P. ¿Les pedirán la pena de muerte?

R. Les correspondería pero yo como querellante no voy a exigirla. Pediré que cumplan en prisión la pena máxima, y eso ya plantea un nivel de reconciliación.

P. Los soldados eran indígenas.

R. Esto nos ha hecho ser más realistas, menos románticos. Hay indígenas que también han sido asesinos y han quedado en la impunidad, y fueron responsables de tanta matanza en Guatemala. Empujados o no, pero son los autores de crímenes, aunque haya que llegar también a los responsables intelectuales. Empleada doméstica a los doce años, nunca dejó de ser una sirvienta con cara de pobre en la consideración de la oligarquía criolla más reaccionaria, la indígena marxista-leninista chaparra que convocó a la sublevación contra las autoridades constituidas sin entender que el destino de los suyos es viajar en el vagón de cola. Algunos todavía insultan así a sus perros: «Parecés indio». El escarnio ha sido una constante en sus numerosos viajes al extranjero. No importa qué traje llevara puesto, debía presentar en las ventanillas de inmigración una docena de credenciales para hacerse perdonar la cara de indígena. «Es como si fuera automáticamente un sospechoso. Lo llevamos en el fondo del alma cuando estamos ante una autoridad. Yo lo he sentido como si fuera un gran pecado y una gran dificultad y como si uno se preparara a enfrentar situaciones duras sólo por el hecho de ser indígena».

P. ¿Qué religión profesa?

R. Soy ecuménica. Respeto a los católicos. Me casé por la Iglesia católica hace unas semanas. Mi hijo está bautizado por la Iglesia católica, y también por la religión maya.

P. ¿Cómo ve las relaciones de España y el indigenismo?

R. El V Centenario generó un debate diferente. Se ha ido generando una relación fraternal de España con América Latina, pero no mucho con los pueblos indígenas.

P. Es usted muy diplomática.

R. No, no. Yo quiero mucho a los españoles.

P. ¿No es hora de que Cuba se democratice?

R. Pero la manera en que se procede no es la manera. En este continente lo que ha prosperado es el diálogo, la negociación política de los conflictos, no el chantaje, no las medidas unilaterales.

P. ¿Sigue agachando la cabeza?

R. Ya no agacho la cabeza, pero hay quienes todavía no entienden que no estoy dispuesta a agachar la cabeza.

P. ¿Deben empuñar las armas los indígenas marginados?

R. Nuestra gente no empuñó las armas.

P. En Chiapas, sí.

R. Sí, pero es un conflicto mucho más complejo porque no sólo hay vía armada sino también una vía de diálogo que fortalecer, una concienciación intercomunitaria que apoyar. Los movimientos armados han tenido sus especificidad pero no se puede permitir que sean la única opción que han tenido los pueblos.

P. ¿Entonces le diría al subcomandante Marcos, dirigente zapatista, que abandone la armas?

R. No se trata de convencer a una persona; (los zapatistas) es un movimiento que hoy por hoy es armado, pero tiene que encontrarse una solución negociada para que la deposición de las armas se haga en un plano de garantía y seguridad.

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