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Tribuna
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Soledad Gallego-Díaz

La habilidad de los dirigentes de la Unión Europea para deslucir sus actos más solemnes ha ido en aumento con el paso de los años. Cuando Robert Schuman anunció al mundo la idea de crear un mercado franco-alemán del carbón y del acero, en 1950, se olvidó de convocar a los fotógrafos, pero supo encontrar palabras que llegaran al corazón de los ciudadanos. Pese a su proverbial timidez y sequedad, habló de paz y prosperidad, de ideas comunes y proyectos conjuntos que harían renacer a aquella Europa destruida y llenarían de pacífico orgullo a sus habitantes.Nadie olvidó esta vez, en la cumbre de Bruselas, llamar a los fotógrafos: cientos de cámaras de todo el mundo retransmitieron la imagen de unos líderes incapaces de encontrar las palabras para anunciar una decisión tan importante como fue aquélla: la creación de una moneda única, compartida por 11 países.

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Media Europa reprocha ahora a Chirac y a Kohl no haber sabido estar a la altura de las circunstancias. Chirac, por empeñarse en recortar el mandato del primer presidente del Banco Central Europeo. Kohl, por no haber logrado imponerse y llamar al orden a su colega. Todo eso es cierto y seguro que tendrá un coste, pero lo más probable es que se traduzca en problemas electorales para sus protagonistas y no en pérdida de credibilidad de la nueva moneda.

En el fondo, también es cierto que el debate sobre el nombramiento de presidente del BCE -por muy mal que se haya llevado- era algo necesario. ¿De qué se quejan los críticos? ¿De que el nombramiento de la persona que va a simbolizar la independencia y el poderío del nuevo banco (el zar del que dependerá nada menos que la política monetaria de 11 países) haya sido objeto de una discusión política? Si Francia no hubiera provocado el debate, el nombramiento de Wim Duisenberg hubiera sido, llanamente, una decisión adoptada a solas por los gobernadores de los bancos centrales en una reunión celebrada en septiembre de 1996, y comunicada después, soberbiamente, a 11 jefes de Estado y Gobierno.

Lo lamentable no ha sido la discusión entre políticos, sino la forma en la que se ha llevado a cabo, y de ello son responsables no sólo Kohl y Chirac, sino también el presidente de turno de la UE, el británico Tony Blair, que fue incapaz de preparar un acuerdo, consensuado y técnicamente correcto, previo a la cumbre, un acuerdo que no prendiera fuego bajo los pies del canciller.

En el último minuto se comprobó que lo pactado verbalmente entre Kohl y el presidente francés -un documento escrito en el que se anunciaba que Duisenberg dimitiría a los cuatro años- constituía una aberración jurídica desde el punto de vista del Tratado. Y tuvo que ser el último representante de la estirpe, casi extinguida, de grandes dirigentes europeístas, Kohl, quien aceptara sacrificar, no el marco ni la estabilidad de la nueva moneda, sino su propia imagen en aras de una salida rápida. No es extraño que el canciller dijera que había sido una noche amarga, ni que Chirac se mostrara tan poco feliz por su aparente victoria.

Dentro de unos meses, cuando el BCE ya funcione y nadie tenga dudas sobre su línea, fuerza e independencia, lo mejor que quedará de la cumbre de Bruselas será el momento en el que un todopoderoso banquero, respaldado unánimemente por mercados y colegas, tuvo que presentarse ante la puerta de la sala donde estaban reunidos once políticos, once jefes de Estado y Gobierno y pedir permiso para entrar. Como los generales que en un desfile militar se acercan a la tribuna donde está la autoridad civil y piden autorización para dar la orden de que avancen los tanques. Duisenberg -y sus sucesores- tendrán que recordar que el BCE no es una burbuja técnica y que existe la política. Algo más que los ciudadanos europeos, alemanes incluidos, deberíamos agradecer, también, a Kohl.

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