Más que una moneda
E L ÉXITO del parto del euro quedó ayer empañado por las disputas políticas sobre quién ha de presidir el Banco Central Europeo (BCE), que se encargará de gestionarlo. Pese a que al final hubo acuerdo en el Consejo Europeo de Bruselas sobre el holandés Wim Duisenberg para la primera fase del BCE, la gran obra de ingeniería política europea de este fin de siglo nació con la hipoteca que supuso el duro forcejeo entre Francia y Alemania, las dos naciones de mayor peso político en la Unión, no por razones de influencia nacional, sino por profundas diferencias sobre la concepción de la moneda única, que podrían resurgir en el futuro.Estas peleas políticas podrían restar credibilidad, y por tanto estabilidad, a ese proyecto que se llevaba fraguando durante los últimos 10 años. El nombramiento de Duisenberg -candidato sostenido por Alemania- resultaba razonable como garantía de continuidad entre el actual Instituto Monetario Europeo (IME) y el banco cuyas estructuras han de empezar a funcionar dentro de dos meses. Las reticencias francesas ante una excesiva influencia germánica sobre un banco que se instalará en Francfort, sede también del Bundesbank, pueden ser comprensibles, pero detrás de su empeño se adivina -nacionalismos aparte- una voluntad de control político que pone en entredicho la autonomía del BCE, construido sobre el modelo del Bundesbank y esencial para que el euro gane estabilidad. En este empeño que lleva separando a París de Bonn desde hace años vienen a coincidir Chirac y Jospin.
Que Duisenberg, de 62 años, haya aceptado, mediante un pacto de caballeros -otra cosa hubiera violado la letra del Tratado de Maastricht-, no agotar su mandato de ocho años y ceder las riendas en el 2002 a un francés, no es la mejor opción, pues olvida a todos los demás Estados participantes; pero, dadas las circunstancias, es una salida aceptable. Para un país como España, una vez garantizada la presencia de un español, Eugenio Domingo, en el comité ejecutivo, lo más importante no es la personalidad, ni siquiera la nacionalidad del que se sitúe al frente del BCE, sino que sus dirigentes encuentren la medida única de los tipos de interés más adecuada para el conjunto, para esa economía europea que cobra cada día mayor realidad.
El día grande para Europa quedó deslucido. Habrá que ver la reacción de los mercados, pese a que los Once preanunciaran los tipos de cambio bilaterales de sus monedas con ocho meses de antelación sobre la cita del próximo 1 de enero. Pero, a pesar de las diferencias que supuraron ayer, la cumbre de Bruselas se inscribe por derecho propio en el calendario fundacional de la construcción europea. Pues ayer nació algo más que una moneda: una enorme apuesta política por una Europa más integrada, que pese más en el mundo, que defienda un modelo social renovado, que permita a los Estados miembros fortalecer su capacidad de competir en un mercado global. La decisión de 11 de los 15 miembros de la UE de integrar sus monedas en el euro, que nacerá oficialmente el próximo 1 de enero, constituye la mayor cesión de soberanía de cuantas se han hecho al amparo del Tratado de Roma, hace ya 41 años, y de ahí la dimensión histórica de esta apuesta, cuyos efectos últimos son aún difíciles de prever.
Por parte española, la satisfacción es doble, ya que, por primera vez en varios siglos, España está a tono con la historia. Zarpa con el barco del euro, un proyecto que contribuyó a diseñar desde sus inicios. Para España, estar entre el once inicial ha sido el resultado de un largo y gran esfuerzo. Pero ha valido la pena. El proceso de modernización al que se ha tenido que someter nuestra economía le permite hoy enfrentarse con mayores garantías de éxito a un mercado global. Y la mejor prueba es precisamente el cumplimiento de las duras asignaturas del euro. Ha sido un esfuerzo colectivo, cuyo primer mérito hay que adjudicárselo a la sociedad española y que no hubiera sido posible sin un consenso básico en la política europea , que impulsaron los Gobiernos de González y que culmina el de Aznar. El triunfalismo de éste resulta comprensible, aunque no su desmemoria. Nadie podrá discutir al actual Gobierno sus logros de estos dos años en el proceso de convergencia, pero sólo los más fanáticos pueden sostener que esa tarea se hubiera podido hacer sin unas bases previas.
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