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Tribuna
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¡Ay de los tontos!

Mi admirado De Gaulle pecaba de chovinista y ello le llevaba a juicios equivocados. Tal es el caso cuando decía que la derecha francesa era la más estúpida del mundo. Porque, a decir verdad, la estupidez no tiene fronteras ni techos insuperables.Empecemos por la derecha de allende los Pirineos. Hace años gobernaba por doquier, salvo en España, y aprovechó la ocasión para acelerar el proceso de la UM frente al criterio técnico de los más prestigiosos economistas del mundo. La consiguiente necesidad de medidas, buenas en sí mismas, pero cuya celeridad las hacía impopulares cuando no disfuncionales, dio al traste con las mayorías de derechas y llevó la izquierda al poder en Italia, Francia y Portugal, entre otros países. Ahora va a hacerlo, probablemente, en Alemania por las mismas razones, porque, claro está, que si pierde Kohl no será por agotamiento sino por empecinamiento. El resultado ha sido doble. De una parte, provocar el creciente auge de una derecha extrema ultranacionalista a la que se radicaliza cada día más al encerrarla en un gueto. Y, de otra parte, la entrega del poder a una izquierda, cuyos programas y opciones hará más difícil, si no imposible, el cumplimiento de los criterios de estabilidad en que se basaba la prematura UM, con tanto ardor acometida. Francia es, ya, un ejemplo de ello.

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Pero pasemos de los Pirineos para acá. Felipe González, con independencia de sus otros méritos y deméritos, era una garantía de moderación de la izquierda y se podría hacer una antología de testimonios rotundos en tal sentido de los más autorizados portavoces de derecha social. Sin embargo, los políticos aupados por tal derecha y los medios de comunicación que la sirven como instrumentos de expresión orgánica, no ahorraron esfuerzos ni conocieron límites para acabar con él, acusándolo, principalmente, de hacer lo que la derecha ansiaba haber hecho. No sólo para expulsarlo del Gobierno, sino, sobre todo, para eliminarlo de la dirección de su partido y liquidarlo como alternativa política. Pusieron así las bases para una renovación del PSOE de la que las recientes primarias han sido el primer paso, y eliminaron los obstáculos para la unidad de una izquierda en cuya previa radicalización se había complacido, por considerarla una hábil maniobra de división. Como resultado de tan grande refinamiento estratégico, hoy tienen una candidatura socialista a la Jefatura del Gobierno caracterizada, más allá, también, de otros méritos y deméritos, por su indiscutible y temible capacidad dialéctica en el Parlamento, su demostrada facilidad de comunicación con medios y electores y unos planteamientos ideológicos que implican determinadas opciones estratégicas. Primera, la atracción de un voto de izquierda que puede compensar con creces lo que Borrell pueda ahuyentar por el centro. Segunda, un mensaje "españolista" que va a encontrar grande recepción a lo largo y ancho de la Península. Tercero, es más difícil ver a Borrell pactando con CiU, como hizo González en 1993, que con IU, sobre todo si, para entonces, ya ha desaparecido su líder actual. Y es fácil sacar las consecuencias programáticas de ese pacto, cuya compatibilidad con el marco europeo demuestra, sobradamente, la desafortunada experiencia francesa. Pero ante semejante panorama, los medios orgánicos de la derecha española siguen atacando a Felipe González, como si éste y no el Gobierno del Partido Popular fuera el adversario del candidato Borrell. Lo único que podría compensar tamaños errores es que, como ya señalara Sciacca en su Ocaso de la inteligencia, la necedad resulte contagiosa y la izquierda optase por ensimismarse en la discordia.

Cualquiera que sea el resultado de tales premisas, me parece penoso. Tal vez porque soy hombre de derechas y, más aún, ciudadano demócrata, devoto de la racionalidad, incluso en política.

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