Ética e impuestos
Ética e impuestos son dos conceptos que se han entrecruzado constantemente, aunque no siempre en concordia. Por supuesto, resulta un imperativo ético contribuir al sostenimiento del Estado a través del sistema impositivo y, por tanto, quien no lo hace desarrolla un comportamiento inmoral, repudiable .Y así es, en términos generales, pero la cuestión es muchísimo más compleja y requiere un análisis más detenido. En estas fechas en que los españoles nos vamos a examinar de impuestos y que se han iniciado reformas del sistema tributario, puede resultar más que oportuno detenerse en el asunto. Ciertamente, la compleja realidad que constituye la Hacienda Pública en un estado moderno suscita interrogantes éticos que van desde quién decide los impuestos, a quién los paga y cómo se gastan. La definición de una política presupuestaria (ingresos y gastos públicos) conlleva preguntas que no sólo requieren respuestas económicas -que constituyen su condicionante técnico- y políticas -acordes con la voluntad de la nación- sino éticas en línea a decidir a qué valores debe servir. El primer interrogante importante es qué Estado hay que financiar. Como señalaba, la ciencia económica tiene que opinar sobre la dimensión de éste, su eficacia y su eficiencia; como la ciencia política sobre sus funciones y organización. Pero el papel del Estado al servicio de la cohesión social, la atención a los sectores menos favorecidos, la salvaguarda de la libertad del individuo y el respeto a sus iniciativas, son consideraciones que tienen bastante que ver con la Ética y la manera que tienen de entenderla y vivirla los ciudadanos de un país. Cómo se financia el Estado así diseñado es otra decisión que conlleva elecciones de relevancia ética. La opción entre tasas e impuestos, y, en éstos, entre directos e indirectos; el recurso al endeudamiento (comprometiendo ahorro que deberán generar nuestros hijos) etc, no sólo son elecciones técnicas, o más o menos acordes con la voluntad popular, sino que conllevan efectos sobre la convivencia, que es objeto de la Ética Cívica. Así mismo, que el mecanismo de decisión sea legítimo y transparente es una exigencia inexcusable para validar moralmente el diseño. Si la redistribución de las rentas ha de formar parte o no de los postulados que rijan el sistema tributario; si la progresividad es, no sólo técnicamente debatible, sino éticamente preferible, y en qué grado es asumible por la sociedad -buscando los equilibrios considerados por ésta como correctos entre solidaridad, motivación individual y reparto adecuado de cargas y beneficios- es otra reflexión capital. La gestión del presupuesto pone de relieve una carga ética importante; la eficacia de la recaudación, el reparto igual o desigual de las posibilidades de evasión, la actuación asimétrica o no de los mecanismos de comprobación e inspección, la exquisita confección del presupuesto, el rigor en el gasto, el respeto a lo aprobado por los representantes de la nación, la transparencia en la información y el sometimiento al debido control, son aspectos de la Hacienda Pública que han de reflejar el consenso básico sobre valores de una sociedad. Así puede entenderse mejor que, tanto un cierto subjetivismo ético que justifica el fraude por la mala gestión de lo público, como otro que demoniza al contribuyente como delincuente en potencia, carecen de sentido; y se comprende que la relación entre moralidad e impuestos es menos simplista de lo que muchos consideran. El legislador, el servidor público, el contribuyente y el gobernante han de construir un Estado y un mecanismo de financiación del mismo que respondan al conjunto de valores que constituyen el mínimo común denominador capaz de garantizar una convivencia en paz y progreso. Si algún elemento de este complejo sistema presenta quiebras éticas importantes (vulnera esos valores dialógicos) es todo el conjunto el que se resiente y no cabe esgrimir la exigencia ética como un arma arrojadiza a las restantes piezas del puzzle. Baste reflexionar sobre la sórdida trampa que significa un déficit no autorizado que se consolida por aprobación parlamentaria del presupuesto siguiente y que introduce -de presente y de futuro- un conjunto de consecuencias no explicitadas por los gobernantes ni queridas por la nación. El debate está servido. Los diversos colectivos, intereses y opciones que componen el conjunto de la sociedad están poniendo de manifiesto su inquietud sobre los modelos fiscales, su eficacia y los valores a los que sirven. Parece razonable exigir una reflexión pública sobre este trascendental tema, en el que todos puedan participar con las limitadas -pero ineludibles- exigencias de claridad, transparencia, rigor y honradez.
José María Gil Suay es economista.
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