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Israel: de 50 años de conflicto a 50 años de diálogo

El Estado de Israel nació tres años después del fin del Holocausto. Esta cercanía en el tiempo entre el resurgimiento de Israel y el Holocausto no ha dejado de conmoverme y emocionarme durante los últimos 50 años. Todavía no he encontrado una respuesta adecuada y tajante a una cuestión difícil y espinosa: si no se hubiese producido el Holocausto, ¿hubiera surgido entonces en el pueblo judío la fuerza y la voluntad suficiente para erigir el Estado de Israel? Y es más, ¿acaso, aunque no hubiera existido el Holocausto, la comunidad internacional habría legitimado con firmeza al pequeño asentamiento judío en la tierra de Israel para crear su propio Estado independiente? Esta cuestión me preocupa no tanto por su aspecto histórico, sino por su repercusión en el futuro. ¿Podría uno pensar que el Holocausto forma parte de la fórmula del ADN del Estado de Israel? Si esto fuera así, y el Holocausto que concluyó en 1945 fuese la razón intrínseca y la causa de la legitimidad del Estado de Israel, podría ser que de un modo inconsciente los judíos israelíes buscasen constantemente reproducir una situación de Holocausto para volver a sentir su propia legitimidad. De hecho, los enemigos del Estado judío que nació del Holocausto ¿no esperan en el fondo de su corazón borrar del mapa al Estado de Israel con un nuevo Holocausto? A primera vista se puede rechazar desde el punto de vista histórico y lógico la existencia de una relación de causa-efecto entre el Holocausto y el Estado de Israel. El movimiento sionista inició su andadura 50 años antes del Holocausto, y si éste no se hubiese producido, el joven Estado judío hubiera contado con el enorme potencial de seis millones de judíos y una parte importante de ellos se habría marchado finalmente a él, lo que hubiera supuesto una aportación decisiva. Este enorme potencial se perdió. Por ello, no sólo el Holocausto no favoreció la creación del Estado judío, sino que puede que incluso estuviera a punto de frustrar el sueño de Israel. Del mismo modo, la simpatía de la comunidad internacional hacia la empresa sionista no necesitaba la prueba del Holocausto, pues ya la Sociedad de Naciones había aceptado en 1922 el mandato británico en la tierra de Israel, y no olvidemos que en el origen de este mandato estaba la Declaración Balfour, por la que se prometía al pueblo judío un hogar nacional en la tierra de Israel.

No obstante, hay algo que me corroe el corazón: el temor a pensar que si no llega a ser por el duro golpe que sufrieron los judíos en la II Guerra Mundial éstos no se hubiesen dado cuenta con tanta claridad de la necesidad de normalizar su situación. Además, si no se hubiera producido el Holocausto, puede ser que el flujo de los judíos que regresasen a la vieja patria hubiese seguido siendo lento e incierto como lo era antes de aquél, y que los judíos de la Diáspora, como los de América por ejemplo, hubiesen seguido interesándose en el resurgimiento nacional judío desde una actitud de sospecha y escepticismo, como así había sido durante la primera mitad del siglo.

Como ya dije antes, no tengo una respuesta clara a esta cuestión tan importante, y no creo que alguien pueda convencerme de que existe una respuesta única y precisa. Sin embargo, si se toma conciencia de la fuerte conmoción que supuso el nacimiento del Estado de Israel hace 50 años -tras no sólo luchar con los árabes, sino también después de una aniquilación tan impresionante de judíos- se puede entender cómo, a pesar de las grandes olas de inmigración y los sorprendentes cambios demográficos que se dieron en Israel en un espacio de tiempo tan corto, se formó ya en los años cincuenta y sesenta la primera estructura de hierro de la identidad israelí, que en los últimos años está empezando cada vez más a mostrar sus grietas y contradicciones, así como también su asombroso pluralismo cultural.

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Se pueden criticar muchas cosas del Estado de Israel, pero hay algo en lo que no cabe la duda: la identidad israelí ha logrado mantenerse en relativa armonía y en numerosas situaciones de crisis respetando el régimen democrático y dentro del marco del diálogo y el respeto a la ley. Pese a las fuertes divisiones de opinión, y pese a las diferencias abismales que mantienen judíos procedentes de civilizaciones diferentes y mentalidades opuestas sobre cuál debe ser el carácter de la identidad judía, y pese a las grandes divergencias entre la identidad religiosa y la identidad laica, han sido sólo tres los judíos que en estos 50 años han muerto de manos de judíos por motivos ideológicos (Isaac Rabin fue el tercero). Si recordamos que durante cientos de años los judíos vivieron en diáspora y no tuvieron ninguna experiencia seria de autogobierno, sino tan sólo relaciones voluntarias entre distintas comunidades, puede entonces decirse que el buen funcionamiento de este joven Estado en los últimos 50 años supone un logro de la fuerza unificadora de la identidad israelí.

Es cierto que los enemigos de Israel han contribuido mucho a la consolidación de esta identidad, y por tanto, más allá de la cuestión de las condiciones necesarias para la paz, no ha de extrañar que muchos israelíes sientan un temor instintivo, y en muchos casos inconsciente, ante la posibilidad de que haya una situación de paz que elimine el componente aglutinante más eficaz de la mentalidad israelí, y que con ello se agudicen y salgan a la luz las contradicciones de esta sociedad.

Pero quiero manifestar de una manera clara y tajante que a pesar de que soy consciente de las grietas y fisuras que aparecerán en la identidad israelí en época de paz (y llevo ya varios años tratando de ver cómo se podrían ocultar esas grietas con nuevos contenidos), no tengo miedo de la paz. No solamente porque una nueva guerra en Oriente Próximo puede ser, debido a la cantidad y al nuevo tipo de armamento de la zona, más terrible y desoladora que todas las anteriores juntas, sino también porque creo que la base de la identidad israelí formada hasta ahora es lo bastante fuerte como para soportar la conmoción que supondría la llegada de la paz. No obstante, es cierto que existe un problema casi coyuntural provocado por la tensión básica que hay entre religión y nación dentro del pueblo judío; dos códigos que mantienen entre sí una contradicción esencial, dado que una religión, y especialmente una religión claramente monoteísta como la judía, no puede ceñirse a las fronteras de una nación, y por otro lado, la pertenencia a una nación no puede estar condicionada a una fe religiosa, sea ésta cual sea. Por ello, la tensión entre religión y nación en el pueblo judío existe desde su origen histórico y seguirá dándose hasta el fin de su existencia.

Ésta es, por cierto, la causa de que la mayoría de los miembros del sector religioso, que constituía la mayor parte del pueblo judío hasta finales del siglo XIX, se opusiera enérgicamente al sionismo, que extrajo fuerza y vitalidad sobre todo entre los judíos laicos. El sector religioso temía que el regreso a la patria reforzara de un modo significativo los componentes nacionales de la identidad judía: un territorio, una lengua y un marco de vida en común, y que con ello los elementos religiosos quedasen en un segundo plano. El increíble fortalecimiento de este sector durante los últimos años proviene también (aunque no sólo) del modo en que se ha aprovechado del debate ideológico dentro del sector laico, que todavía constituye la mayoría de la sociedad israelí. Ésta es la razón de que la mayor parte del sector religioso siga oponiéndose con firmeza a un acuerdo de paz, ya que sabe muy bien que en el momento en que se complete el proceso de paz, tras obtener el amplio consenso de los dos grandes partidos (que nunca hasta ahora habían coincidido tanto en el tipo de acuerdo que se ha de firmar con los palestinos), perderá su poder de negociación en la esfera política.

Esto es, sin duda, lo que la mayoría de la sociedad israelí, con una visión laica y democrática, ha de hacer lo más rápidamente posible: separarse de los palestinos, delimitar una frontera definitiva para saber por fin dónde empieza y dónde acaba el Estado de Israel, quiénes están dentro y quiénes están fuera de este Estado. Obviamente, a los judíos, que a lo largo de dos mil años no han cesado de cruzar de una frontera a otra, les resulta difícil fijarse unas fronteras definitivas; sin embargo, éste es el significado y la raíz última del sionismo, pues sólo los límites de un territorio y de una soberanía podrán marcar los límites de la identidad israelí, que a partir de entonces podrá dedicarse con mayor atención al debate sobre el carácter y el contenido de esa identidad.

Si es así, lo que hay que hacer, en primer lugar, es aceptar, y estar dispuesto psicológicamente, a establecer unas fronteras y responsabilizarse de todos los que se encuentren dentro de ellas, judíos y no judíos; y en segundo lugar, entablar un nuevo diálogo entre los diferentes grupos que forman la sociedad israelí, un diálogo que no siga ya las directrices del viejo debate que sobre el Gran Israel han mantenido la izquierda y la derecha, o mejor dicho, los palomas y los halcones, ya que este debate ha paralizado, trastocado y acallado durante los últimos 30 años todas las demás cuestiones. ¿Qué líneas marcan el nuevo diálogo que ha de iniciarse ahora entre los israelíes, diálogo al que están invitados a participar todos los judíos de la Diáspora que estén dispuestos a renovar sus viejas concepciones?

Veo cuatro vías de diálogo imprescindibles que han de materializarse en un futuro cercano, después de que los grandes partidos pongan el máximo empeño en completar juntos el proceso de paz con los palestinos.

El primer diálogo se refiere a la necesidad de hacer un esfuerzo común por cambiar los términos de judíos nuevos y judíos viejos, que han servido hasta ahora como palabras clave dentro del debate entre religiosos y laicos, o entre tradicionalistas y prooccidentales, y poner en su lugar un término más adecuado, el de judíos completos. Tanto los religiosos como los tradicionalistas tendrán que salir en el futuro de su sectarismo para participar más plenamente en el diseño de la experiencia israelí (incluido el enrolamiento en el Ejército y una participación más activa en el mundo laboral). Por otro lado, los laicos tendrán que hacer un esfuerzo más serio por asimilar e inyectar en su sangre cultural más elementos y códigos de la historia judía sobre su patrimonio espiritual, pero no como lo hacen los judíos que vuelven a la religión, sino a través de las artes y el estudio y con un espíritu crítico y selectivo. Al fin y al cabo, cómo definir al israelí si no es como un judío completo que domina y se responsabiliza de todos los componentes de su vida.

El segundo diálogo se refiere a la necesidad de hacer un mayor esfuerzo en detener el capitalismo desenfrenado que últimamente impera en el Estado de Israel, y que sigue los modelos más perniciosos del capitalismo de EE UU; este capitalismo ha agrandado las diferencias económicas en la sociedad israelí en un grado tal que supera el de la mayoría de los países europeos. Es necesario que se abra una nueva vía de diálogo y se llegue a un pacto político entre la izquierda israelí, que durante los últimos años ha descuidado totalmente el tema de la solidaridad social y ha dedicado toda su energía a la cuestión palestina únicamente, y entre las capas sociales más desfavorecidas, que son tradicionalmente los votantes fieles de la derecha.

El tercer diálogo serio que ha de entablarse en Israel es el diálogo entre Occidente y Oriente. Un diálogo dentro de un Israel dividido en judíos orientales y judíos occidentales, y al que se una el diálogo entre Israel y el mundo árabe de la zona, en especial, con los palestinos y los jordanos. Estos dos diálogos están relacionados entre sí. Parte de los judíos orientales, sobre todo los tradicionalistas, tienden últimamente a aislarse en sus propios enclaves culturales, llevados por la sensación de que la cultura oficial les desprecia y les ve sólo como un fenómeno del folclore. De ahí precisamente la necesidad urgente de que los judíos con una clara orientación occidental tengan que abrir más su corazón al Oriente, y hacer el enorme esfuerzo de asimilar dentro del entramado de su identidad cultural algunos de los buenos y acertados códigos procedentes de Oriente.

La posibilidad de que Israel desarrolle auténticas relaciones con países totalitarios como Irak, Arabia Saudí o las monarquías del golfo Pérsico, es sin duda pequeña y limitada. Sin embargo, Israel podría, si quisiera, entablar relaciones basadas en la confianza y la cooperación con el círculo que le rodea, con los palestinos y con los jordanos, a los que la convivencia con los israelíes durante los últimos 30 años, a pesar de ser difícil y complicada, les ha acercado mucho a la geografía y a la lengua de los judíos. La puesta en marcha de un osado Plan Marshall, por el que Israel cooperase con otras naciones, podría ayudar muchísimo a la creación de un núcleo fuerte del que surgiera una comunidad de tres países con el nombre de Isfalur, cuyas siglas nos remiten a Israel y a los nombres árabes de Falastin (Palestina) y Urdún (Jordania). Esta comunidad podría así servir de base estable y fuerte, capaz de resistir los posibles cambios drásticos que nos deparase el futuro.

El cuarto diálogo que hay que iniciar es el diálogo entre los israelíes y los judíos de la Diáspora, para que su relación ya no se base en las donaciones y en el apoyo político, sino en dos elementos nuevos. El primero sería la introducción del hebreo como la segunda lengua de los judíos, para la que la relación entre los israelíes y los judíos de la Diáspora fuese más profunda desde el punto de vista cultural, gracias a un conocimiento y a una participación más personal de éstos en la experiencia vital israelí. El segundo elemento sería la realización de un proyecto en común entre israelíes y judíos para materializar de verdad el mandato bíblico de ser «luz a las naciones». Con este fin, se podría crear un batallón de estudio (al estilo del batallón de la paz creado por Kennedy a principios de los sesenta), el cual estaría constituido por profesores de todas las ramas, que viajarían al Tercer Mundo para elevar el nivel de conocimientos tecnológicos de los estudiantes del mundo subdesarrollado, ya que, en mi opinión, éste será uno de los problemas más graves y complicados con el que nos enfrentaremos el siglo que viene.

En uno de los anuncios que se publica últimamente en los periódicos acerca de la celebración de los 50 años del Estado de Israel, aparece, no se sabe si en serio o en broma, el siguiente lema: «Israel en su año 50º, el Estado número 51 de los Estados Unidos». Si ésta va a ser la orientación que se va a seguir en los próximos 50 años, entonces estoy seguro de que no llegaremos a celebrar los 100 años del Estado de Israel. Un Israel que se convierta en el Estado número 51 de los Estados Unidos no sólo acabará siendo expulsado por los vecinos de la zona, sino que perderá su identidad, su carácter exclusivo y su judaicidad. Por eso precisamente el pueblo norteamericano, que no desea tener una especie de apéndice problemático y extraño a miles de kilómetros de sus fronteras, y al que constantemente ha de defender de sus enemigos, tiene ahora que ayudar, tras el fin de la crisis del Golfo, a la culminación del proceso de paz, del que ya se ha realizado el 80%, para que Israel se convierta en un amigo aceptado entre sus vecinos y no siga siendo un pariente irritado, problemático y aislado.

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