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Ay, Tomás

MANUEL TALENS El espíritu carnavalesco del medievo, que hormiguea en la obra de François Rabelais, se basaba en invertir el mundo cotidiano durante unos días al año, en ridiculizar a los poderosos y hacer mofa de ellos. Algo de ese carnaval perdura hoy como venganza popular. Cuentan (con sorna) que allá por los años sesenta la provincia de Quebec empezaba a despertar de más de un siglo de incomunicación a manos de dirigentes ultrarreaccionarios y caciquiles que habían admirado sucesivamente a todos los dictadores del universo, el gallego incluido. Francia inició entonces unas nuevas relaciones de acercamiento y amistad con su antigua colonia y envió para los festejos a André Malraux. El veterano escritor y activista fue sentado en un banquete junto a un relevante miembro del gobierno local, quien, al oírlo hablar, le espetó: "Usted se expresa muy bien, ¿a qué se dedica?". "Soy el ministro de Cultura", respondió Malraux. "¡Qué coincidencia!", encadenó el otro, "yo hago lo mismo, sólo que aquí le decimos Agricultura". Es curioso, pero las pifias más regocijantes suelen provenir de personajes públicos que tienen el bolsillo repleto, quizá porque para hacerse ricos y escalar puestos han debido descuidar su educación. Hay meteduras de pata tan universales que hoy circulan en Internet, como las que cometía Dan Quayle, el vicepresidente de los Estados Unidos junto a George Bush. Quayle, no contento con ignorar la ortografía de la palabra potato (patata) ante prensa y televisión en plena campaña electoral, visitó luego oficialmente Venezuela y lo primero que hizo fue pedir disculpas por no haber estudiado latín, ya que eso le impedía comunicarse verbalmente con Latinoamérica. En este país no nos quedamos atrás. Los múltiples tropezones de la actual ministra de Cultura con asuntos del caletre -que van desde Shakespeare a Air Bag, la última película de Juanma Bajo Ulloa- circulan bajo forma de chistes y acertijos. Y si nos concentramos en esta Valencia nuestra, tan limitada para algunas de sus fuerzas vivas que casi parece una pequeña aldea, ¿acaso no es fuente inagotable de hilaridad que el periódico decano (no quiero nombrarlo, da mala suerte), por medio de un destacado pope de la erudición paellera "descubra" de vez en cuando fantochadas catedralicias y piedras de Xàtiva -siempre anteriores al rey don Jaume, por favor- escritas o esculpidas a cincel en romanç pla, la primitiva lengua valenciana? ¿Y qué decir del último petardo mojado, cuando hace menos de un mes nuestra alcaldesa le anunció triunfadora a Eduardo Sotillos por las ondas de Radio Nacional de España que en la biblioteca del Colegio del Patriarca se acababa de encontrar un manuscrito original de Tomás Moro, argumento de muchos quilates para que Valencia reciba por fin la capitalidad cultural europea? Dicen que sus enemigos, desde aquella noche, se carcajean por bares y cenáculos, ya que del manuscrito nunca más se supo. Ay, Tomás, ¿dónde te has metido? Mis amigos carnavalescos piensan que la incultura del poder es la salsa de la vida. Otros, muy a lo Jorge de Burgos en El nombre de la rosa, consideran que el asunto debería zanjarse para acabar con el jolgorio, pues alegan que los mandamases valencianos están enfermos: sufren de un virus endémico de esos que se curan estudiando. (Continuará, qué duda cabe).

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