Treinta años de marcha hacia la moneda única
Desde 1970, Europa quiere hacer una unión monetaria, pero las turbulencias y la falta de voluntad política se lo impidieron hasta ahora
No todo empezó en Maastricht. La unión monetaria a la que los líderes europeos darán el 2 de mayo un último retoque antes de ponerla en marcha empezó mucho antes de que los jefes de Estado y de Gobierno de los Doce se reuniesen, en diciembre de 1991, en esa ciudad del sureste de Holanda. El proyecto de unión monetaria no surge con los primeros pasos de la construcción europea. La CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero) y el Mercado Común, las primeras instituciones, nacen sin que en sus tratados se mencione esa eventualidad, y sólo las revaluaciones en 1969 del marco alemán frente a un franco debilitado por las convulsiones que padece Francia hacen aflorar la idea. Se trataba de evitar que las tormentas monetarias pusieran en peligro la libre circulación de los productos agrícolas.
Desde la Comisión Europea, el francés Raymond Barre pidió que se estudiaran medidas y los líderes de una Comunidad de tan sólo seis miembros encargaron al primer ministro luxemburgués, Pierre Werner, que elaborase una propuesta.
La hizo pública en octubre de 1970 y fue ambiciosa: «Nuestro objetivo para 1980 es la total e irreversible convertibilidad de nuestras monedas», rezaba el texto. «Deseamos, por razones de orden psicológico y político, que este objetivo se concrete mediante la adopción de una moneda única (...) La unificación monetaria es un medio muy eficaz, e incluso brutal, de promover la integración económica».
El plan Werner fue aprobado, pero nunca llegó a ponerse en práctica. La coyuntura le asestó un primer golpe. En agosto de 1971 el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, puso fin a los acuerdos de Bretton Woods, el dólar dejó de estar vinculado al oro y empezó a flotar. El marco se convirtió aún más en una moneda refugio y su cotización se disparó hacia cimas inesperadas. Paralelamente, la moneda única desaparecía del firmamento europeo.
El otro golpe al plan, el definitivo, se lo propinó la falta de voluntad política de los Seis. Carecían de ella para armonizar sus políticas presupuestarias, controlar la inflación a un mismo nivel, instaurar tipos de interés homologables e incluso ir aproximando su fiscalidad.
«Los acontecimientos adversos en el escenario internacional son una de las causas del fracaso, aunque las dificultades hubiesen debido acercarnos», escribió el historiador proeuropeísta francés Jean Lecerf. «Han faltado una voluntad europea y una autoridad política».
En vez de unión monetaria hubo, en marzo de 1972, serpiente monetaria. Fue un mecanismo con el que se pretendió reducir el margen de fluctuación de las monedas europeas entre sí y con relación al dólar. Funcionó con relativa fortuna -el Reino Unido, Francia e Italia entraron y salieron de la serpiente- hasta que en 1979 vio la luz el Sistema Monetario Europeo (SME), que supuso un esfuerzo adicional de estabilizar el tipo de cambio.
El SME limitaba la fluctuación a un 2,25% por encima o por debajo de una paridad central, aunque a algunas monedas como la lira o la peseta -que ingresó en julio de 1989- se les permitían oscilaciones de hasta un 6%. Su primera crisis la vivió en 1983, tras la llegada al poder en Francia del presidente socialista François Mitterrand, pero la más importante se produjo a finales de 1992, cuando el rechazo de los daneses en junio al Tratado de Maastricht hizo temer el colapso del proyecto de unión monetaria.
La libra inglesa y la lira no tuvieron más remedio que salirse del sistema y la peseta también estuvo a punto de ser expulsada. Sólo la voluntad política del presidente del Gobierno, Felipe González, logró mantenerla dentro, aunque sufrió repetidas devaluaciones. Perdió más de un 30% de su valor frente al marco.
Cuando el SME amenazaba con estallar, el proyecto de unión monetaria había dado ya sus primeros pasos. La cumbre de Hannover (Alemania), que presidió el canciller Helmut Kohl, encargó al presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, que encabezase un comité, del que formaría parte el ex ministro Miguel Boyer, para elaborar un nuevo plan hacia la moneda única. Se trataba, por un lado, de optimizar el recién creado mercado único europeo suprimiendo el riesgo de cambio. Pero para Kohl el objetivo era también lograr, a través de una mayor integración monetaria de los Doce, avanzar hacia su unión política. «La una», dijo el canciller, «es indispensable para poder realizar la otra, y para Alemania ambas son indisociables».
Felipe González logró que, en junio de 1989, los líderes europeos aprobasen en Madrid el llamado informe Delors. Preveía llevar a cabo la unión monetaria en tres etapas -empezaba a mediados de 1990 y terminaba como tarde en 1999- que desembocarían en la creación de una moneda única y en un Banco Central Europeo. Pero el verdadero calendario y los requisitos para acceder a la moneda europea serían establecidos en la histórica cumbre de Maastricht, en la que también se permitió al Reino Unido quedarse al margen del proyecto junto con Dinamarca y, más tarde, Suecia.
Madrid fue de nuevo, en diciembre de 1995, el escenario de otra decisión, el bautizo de la nueva moneda. «La condición fundamental para el nombre es que sea psicológicamente aceptable por la opinión pública (alemana) y creemos que euro lo es», afirmó Kohl imponiendo el consenso con la ayuda de González.
El euro existirá a partir del 1 de enero próximo, cuando entre en vigor la tercera y última de las etapas acordadas en Maastricht. Será, además, un euro amplio con 11 países en el que, en contra de muchos pronósticos, participarán todos los socios mediterráneos de la UE excepto Grecia. Así lo decidirá la cumbre extraordinaria que dentro de cinco días se inagura en Bruselas.
En la primavera de 1997 el ministro holandés de Finanzas, Gerrit Zelm, y colaboradores de su homólogo alemán, Theo Waigel, pusieron abiertamente en duda la conveniencia del acceso de España, Portugal e Italia al euro porque, temían, lo iban a debilitar.
Fue el último escollo que tuvo que superar el Gobierno español en su camino. Los resultados macroeconómicos de 1997 abortaron definitivamente la ofensiva germano-holandesa. Pasó el examen y, por lo menos en algunas materias como el déficit público, con más holgura que la ortodoxa Alemania.
Ya no necesitaba, como llegó a sugerir hace dos años el ministro de Asuntos Exteriores, Abel Matutes, pedir que le hicieran «el favor de parar el reloj» para poder llegar a tiempo. «Por vez primera», declaraba al semanario parisino L'Express el sucesor de González en la presidencia
del Gobierno, José María Aznar, «España llega puntual a una cita con la historia de Europa».
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