Bienestar
Vivimos, según dicen nuestros beneméritos dirigentes, en el Estado de bienestar, sin que se sepa en qué consiste, pues la expresión ya contiene un error conceptual. En otro tiempo el bienestar consistía en la vida holgada, el buen pasar. Con curiosidad nos acercamos al diccionario, ese instrumento generalmente mirado con prevención, desconfianza, asco incluso, para encontrar la definición más correcta. Dice que es el conjunto de las cosas necesarias para vivir bien, en lo que echa de ver el escaso afán por comprometerse que tienen los inmortales, porque díganme ustedes cuáles son las indispensables. En otra acepción afinan algo más: estado de la persona humana, en el que se le hace sensible el buen funcionamiento de su actividad somática y psíquica. Pedante y rebuscado, para mi gusto, pero ahí está el equívoco que hace superfluo el primer vocablo. Debería decirse bienestar, a secas. El estado tiene otras innumerables acepciones: civil, sólido, gaseoso, de ánimo, de excepción, de gracia, de guerra, de necesidad; y el estado de merecer, de las antiguas solteras -no entro en ese terreno-; el interesante o de buena esperanza, que tantos sustos suele dar, el estado llano, el de sitio y, para terminar, la Deuda o Bonos del Estado, que es otra cosa, como su mismo nombre indica. En parte alguna aparece el Estado de bienestar, con esa formulación, que es, a todas luces, un invento contemporáneo. El correcto desarrollo de la actividad somática parece la parte más sencilla, pues depende de las posibilidades de verter bienes físicos, tangibles, sobre la ciudadanía: vituallas, vivienda, abrigo, bastante extendido, aunque con las carencias que observamos cada día. ¿Y lo otro? ¿Qué hay de la satisfacción de la actividad psíquica? Si el bienestar limita con cierta felicidad, ¿cómo admitir que nos pueda hacer dichosos, por ejemplo, la programación de las televisiones, el estado caótico del tráfico madrileño, la sirena de las ambulancias y otras calamidades, evitables con cierta previsión por parte de quien corresponda, que siempre parece ser el mismo?
En realidad vegetamos en estado de neurastenia, que eso también es reciente. Hasta que don Segismundo Freud dio con la inagotable veta del psicoanálisis, la humanidad vivía, si no apaciblemente, al menos con talante conformista. Los ricos estaban encantados con la opulencia -justo es decir que rara vez se prolonga más allá de dos o tres generaciones- y el menesteroso resignado con su condición, porque no le queda otro remedio. Estaba permitida una moderada cuota de locura, que se despachaba con la camisa de fuerza, la inyección de trementina en los manicomios y otras barbaridades por el estilo. Hoy proliferan quienes se cuidan de nuestra salud mental, aunque no lleguemos a la penosa situación en que se debaten los gringos y muchos americanos, entre río Grande y la Patagonia, donde estos nuevos especialistas del equilibrio de la razón son indispensables. Como en los viejos tiempos españoles, en que al niño se le inscribía en la cofradía del barrio o del pueblo, para que se plantara un capirote por Semana Santa, en el otro hemisferio se le lleva al psiquiatra.
Preciso es reconocer el denodado progreso, en todas las capas sociales, de los trastornos neurológicos: la depresión, la bulimia, la anorexia, males que eran atípicos, propios de las esferas desocupadas y perezosas de la comunidad, están hoy a punto de entrar en los llamados beneficios de la Seguridad Social. Hace poco escuché la opinión de uno de estos galenos, que se quejaba de la influencia perniciosa que sobre el neurópata ejercen la familia y los amigos, impacientes por la prolongación del tratamiento de lo que consideran una manía caprichosa, exigen resultados inmediatos y parecen dolerles los honorarios. Aconsejaba, con un punto de patetismo, paciencia, mimo, terapias ocupacionales que me recordaron, no sé por qué, los orígenes de la economía sumergida. El bienestar perdido del paciente y el del propio especialista no puede tratarse con la purga de Benito. Tentado estuve de consolarle, sugiriendo que siempre le quedaba el recurso de cambiar de paciente. Me temo que son asuntos alejados del estado de bienaventuranza cívica que nos invade, sin que podamos hacer gran cosa por remediarlo.
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