"La informática ha llegado a los bordados"
Queti Rodríguez Portolés, experta en trajes de novia, mantiene a flote su taller pese a la competencia asiática
Más de 60 años en un mundo de bodoques, calados y bastidores. Enriqueta Rodríguez Portolés, Queti, mantiene alto el menguante pabellón de los bordados madrileños. A los cinco años cosió su primera vainica. Desde entonces no ha parado de trajinar filigranas en manteles, juegos de cama o trajes de novia, incluido el velo nupcial de la infanta Elena. De niña trasteaba en el taller familiar, al que se incorporó antes de cumplir los 20: "He echado los dientes en esto y aquí sigo", resume. "Talento artístico y técnica", éstas son las claves de un oficio que ella considera próximo a extinguirse. "Las mujeres de antes vivían en un plan distinto. Tenían servicio, costurera en casa... Hoy, sus hijas trabajan y no tienen ayudas domésticas. La gente joven quie re cosas más sencillas", analiza Queti, de 66 años. La bordadora, que heredó el taller creado por sus tíos en la década de los treinta, recuerda que llegó a tener más de una veintena de empleadas. Ahora, ella afronta cinco nóminas.
Menos clientela, pero aún nutrida: en el obrador de la calle de Juan Álvarez de Mendizábal, 79, no falta la tarea. Sobre todo ahora. La temporada alta arranca en marzo y alcanza hasta el otoño: es la época de las novias. Las hay que llegan dando un brazo a su madre y con una revista de figurines bajo el otro.
Sobre el pequeño mostrador, madre e hija desgranan sus sueños en forma de guirnaldas de perlas, grecas o realces. Queti y Conchita, también madre e hija, tiran de muestrario. Lupa en mano, sugieren, explican o cotejan modelos. Tras largo rato, las clientas optan por un diseño de tintes florales. La novia suspira aliviada: su vestido de raso ya se acerca. La madre hace prometer que estará listo a tiempo. Diseñar el dibujo en papel de seda -tarea de Queti- y calcarlo después sobre el tejido son los primeros pasos. Luego llegará a manos de una bordadora como Victoria, que lleva 36 de sus 50 años silueteando, primero, y rellenando, después, cada dibujo con el hilo adecuado. Para ello ajusta la tela en un bastidor redondo, que sitúa bajo la aguja de una veterana máquina Alfa. "Hay que bordar con máquinas de pedal, de las antiguas. Las eléctricas van demasiado deprisa", explica Queti.
-¿Y encuentra mecánico?
-Sí. Es difícil dar con alguien que arregle una máquina tan antigua, pero tampoco es fácil encontrar una bordadora. Las sabemos hacer esto tenemos mas de 40 años.
En el luminoso taller, Victoria traza las iniciales en una sábana con un repiqueteo cadencioso. "A bordar se aprende haciéndolo, para mí ya no tiene secretos", dice. Ni secretos ni demasiada poesía: esto es un trabajo y ella no se pregunta por la vida que correrán las prendas que sus manos embellecen. Sí se cuestiona sobre el futuro de su oficio.
"Cuando termine esta generación no sé qué pasará", interviene Queti. Mira de soslayo a su hija, una ex secretaria que le echa una mano. La artesana sabe que las labores viven un momento dulce, traducido en el auge de revistas y tiendas especializadas. "Es que estas cosas siguen gustando y, como no se pueden pagar, las mujeres intentan hacerlas en casa", dice. El bordado de un juego de sábanas cuesta de 10.000 pesetas en adelante. El de un traje de novia puede superar las 200.000. "Los trabajos que hacen los chinos y las cosas que traen de la India nos hacen mucha competencia", dice la jefa.
El encargo de trabajos a mano ya es excepción en Sobrinos de Portolés. Demasiado caros. Sólo se cosen manualmente las iniciales pequeñas y las coronas nobillarias. "La del marqués lleva cinco flores de lis; la de conde, nueve bolitas, y la de duque, tres flores de lis", enumera Queti de carrerilla. Hay aristócratas que le mandan a bordar su ropa, y algún espontáneo que se las da de noble, en la camisa, por unos pocos cientos de pesetas.
Queti padece la desaparición de las modistas, que le proporcionaban gran parte del trabajo, pero la alta costura no le falla y le permite ver sus bordados en la prensa del corazón. Siempre hay un mínimo de clientela para que salgan las cuentas. Además, la informática echa una mano. Las becas (cintas con emblemas universitarios) y los bordados publicitarios ya se hacen por ordenador. "Se encarga el disquete, y a correr. La informática ha llegado a los bordados, pero sólo sirve para trabajos masivos", explica.
Donde no ha llegado la cibernética es a la segunda especialidad del taller: los plisados. Por 2.000 pesetas, una tela lisa queda plegada en tablas, lista para que otras manos la conviertan en una falda airosa. Basta con "meter la tela en la máquina y llevarla bien", sentencia Queti. En cambio, los bordados necesitan "la ilusión de quien los hace". Hilusión, con hache de hilo.
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