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Días de libro y rosas PEDRO ZARRALUKI

Contaba Alfredo Bryce Echenique, antes de volverse al Perú en busca de sus raíces viajeras -y antes, por tanto, de dejarnos tan solos-, que un día estaba firmando libros y se le acercó una señora con un ejemplar de una de sus obras. Alfredo cogió el libro que ella le tendía y esbozó una sonrisa encantadora. "¿Cómo se llama?", le preguntó mientras quitaba el capuchón a la pluma para escribir la dedicatoria. "¿Y a usted qué le importa?", contestó la mujer, algo ofendida, "envuélvalo, que es para regalo". Sant Jordi, primer día de primavera en toda su salsa. Los escritores salen a la calle a dar la cara, lo que lo convierte en un día estupendo para visitar a los amigos. Salgo a dar un largo paseo. Aún temprano, me encuentro en El Corte Inglés de Diagonal con Margarita Rivière, que charla con Ian Gibson mientras una cámara miope los filma a un palmo de distancia. La Rivière fuma con algo de complejo, pues un lector apasionado la vigila de cerca con la intención de conseguir que deje el vicio. En este día reina cierta confusión en el mundo de las letras. Ana Jornet, jefa de prensa de Anagrama, sufre por los previsibles despistes de Javier Tomeo, que ya han comenzado al presentarse a la firma con un día de anticipación. La tranquilizo: Tomeo siempre está en el lugar más divertido. Camino de la FNAC, un puñado de entusiastas predica las virtudes del Libro del mormón, lo que provoca en la acera deserciones en masa. Ya en L"Illa me encuentro con Julio Llamazares. Le felicito por haber vuelto, con Trás-os-Montes, a la literatura de viajes. Julio es un hombre serio y tranquilo con el que es fácil estar de acuerdo. Me dice que los libros fundacionales fueron precisamente libros de viajes. Charlo un rato con él y salgo de allí dispuesto a seguir el paseo. Cristina Fallarás -una periodista con un apellido que es todo un reto- baja al centro conmigo en el taxi. En la plaza de Catalunya la confusión empieza a ser preocupante. Un bus turístic está detenido en medio del tráfico, en lo que se podría llamar una visita inmóvil a la ciudad. En una de las carpas está Quim Monzó, asediado por jóvenes admiradoras. Me comenta, muy contento, que este año han suprimido la música enlatada de sardanas en el sistema de megafonía. Al salir del follón compruebo que tiene razón: suena Serrat. La primavera se ha convertido ya en un escándalo. Hace un calor de muerte y mucha gente pasea tomando helados. Camino de Crisol escucho una conversación. "Me cogieron, por guapa, para hacer una promoción. Y los japoneses venga a hacerme fotos". Miro a la chica con perplejidad, preguntándome al verla si miente con descaro o si intenta hacer una difícil metáfora del Día del Libro. Preocupado aún por este tema descubro a Juan Manuel de Prada. Juan Manuel me critica en revistas que supuestamente no caerán en mis manos, pero se lo perdono. Le pido, muy ocurrente yo, que me cuente alguna anécdota. Me explica que, en una firma junto a Carmen Rigalt después de ganar el premio Planeta, una lectora se quejaba a ésta de que no hubiera ganado ella el premio con Teresa Campos de finalista, pues habrían hecho mucho mejor pareja. La confusión ya es total. Se hace difícil andar por la enorme afluencia de gente. El Crisol de Rambla de Catalunya se ha convertido en un lugar de difícil lectura, por decirlo de alguna manera. Su puesto está situado entre el de Convergència, amenizado por una banda de música, y el de Unió, con muy alegóricos malabaristas. Pero eso no es todo. La mesa donde se firma se radicaliza por los extremos. A la izquierda se sienta Fernando Vizcaíno Casas, a la derecha Jorge Semprún. Obviamente, han equivocado las sillas. Tras unos segundos que no son en absoluto de duda, me acerco a saludar a Semprún. Me lo presenta su editor y yo le rindo mis respetos. Llegan Eduardo Mendoza -el caballero que mejor pasea por la ciudad- y Rosa Novell, gran actriz y gran aficionada a la lectura. Más confusión y empujones. Las rosas han empezado a bajar de precio. Un poco más abajo me encuentro con Carme Riera. Me cuenta que, firmando en unos grandes almacenes, fueron a quejársele de una olla a presión defectuosa. Luego tropiezo con Félix de Azúa y con Fernando Savater, a quien el taxista que le llevaba al aeropuerto ha confundido con José Luis Garci. En vano ha defendido Savater su verdadera identidad. El otro le ha dejado en la terminal convencido de que Garci no quería hablar de cine con él. A todo esto he perdido a mi compañera, que estaba conmigo hasta hacía un rato. Me la han cambiado por cinco millones de rosas. Agotado, asténico, primaveral, entro en un bar en busca de un poco de reposo. Me acodo en la barra y miro hacia la calle con desesperación. Un camarero me mira con fastidio y me dice con malos modos: "¿Qué será?". Pienso que es una gran pregunta.

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