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Postal desde Beirut

Igual que el hortera del anuncio de la tele, iba yo camino de Junieh, en el Beirut cristiano, cuando vi tremendo anuncio de ¡Campofrío! en plena autopista. Es verdad: nuestros cerdos están en todas partes. Ya el primer día de este mi emocionante regreso a la ciudad que sólo conocí y amé en guerra, recibí la primera impresión, al conectar el televisor del hotel Le Cavalier y comprobar no sólo que funciona, sino que, cada mañana, abre y cierra el informativo nada menos que Cindy Crawford, que da la hora al personal desde su elección Omega. Yo buscaba noticia de Líbano, y también de mi país, en la esperanza de que el fluir de los eventos epistolares de Borrell (mi héroe) llegara a este rincón levantino y levantisco de nuestro Mediterráneo. No fue así, aunque, en compensación, salió un videoclip con un doble de Julio Iglesias. Momentos después, un taxista me preguntó por Él. Le puse como un trapo, sin dejar de mascullar algo como " 17 años de guerra para llegar a esto".

No soy justa, pues hay más. He paseado estos días. por los lugares más devastados por el conflicto, desde la explanada de la Place des Martirs, en donde arranca el proyecto de reconstrucción (parece que consiste en soltar a unos clónicos de Porcioles, el que fue alcalde de Barcelona en los años de la especulación, así como unas copias de Núñez y Navarro), y debo decir que brotan por doquier los edificios destinados a bancos. Es más, los bancos importantes nunca fueron tocados: se encontraban, enteros, en el cogollito del desastre, con la pela que interesaba a todos los guerreros bien segura en su sitio, no fueran a estropearse las coimas. Hoy, Beirut ya no crepita con el sonido de los generadores que sustituían a la red eléctrica pilblica, sino con la charanga de perforadoras del terreno y excavadoras mecánicas. Esto es una juerga de edificación (sólo en los lugares rentables), pero parece que el objetivo final, volver a ser el París del Oriente, se encuentra un poco lejano. Con precios astronómicos e inasequibles para los sueldos que se cobran, Beirut sigue desafiando a sus habitantes para que ejerciten su imaginación, que tanto les ayudó a salir adelante en peores tiempos.

Por el momento, una melopea de artículos de marca y de teléfonos celulares inunda ambos sectores de la ciudad, el Este cristiano y el Oeste musulmán, divididos fisicamente por la Línea Verde en tiempos de guerra, y hoy igualmente escindidos por la frontera de prejuicios que llevan en su corazón. Eso sí: la pasión por el marquerío y por el telefonerío les iguala. Hay una valla, en la carretera que conduce a Beirut desde Baalbek (la antigua Heliópolis romana, cuyos deslumbrantes restos son una gozada), con un anuncio representativo del momento actual: un grupo de jóvenes, puestos en batería y vestidos a la occidental. hablan sonrientes por el telefonino bajo la leyenda: "United callers of Lebanon". Ahí queda eso.

Una nueva sociedad ha emergido tras la guerra, más interesada en parecer que en ser, colgada de sus posesiones materiales y armando tanto ruido que podríamos no reparar en la gente normal: esas familias que pueblan, como siempre, la preciosa Corniche, con pocos posibles para hacer otra cosa que pasear junto al mar al atardecer; esos jóvenes que patinan y hacen jogging y que apenas recuerdan la guerra; esos camareros atareados, que bendicen el don del trabajo que ahora tienen precisamente porque recuerdan la guerra muy bien. En el campamento de Chatila (los beirutíes dicen que ya no existe: es que ya no quieren mirar hacia esa parte) quedan 17.000 refugiados palestinos, que sobreviven merced a la ayuda noruega, y están más cercanos a la realidad que los soñadores libaneses: los huérfanos de un hogar infantil dibujan banderas palestinas para recordar que ahora se cumplen 50 años de la expulsión de su pueblo por Israel. A poco más de 15 años de las masacres de Sabra y Chatila, quienes las perpetraron y quienes las consintieron gozan del poder, en Líbano y en el Estado israelí.

Y en las ruinas de la calle de Damasco, en la entraña tiroteada y mísera de la antigua Línea Verde, se encuentran los otros parias, libaneses refugiados del sur y emigrantes sirios que trabajan como obreros en la construcción y la limpieza de la ciudad. En los agujeros creados por las bombas, que son las ventanas de lo que probablemente será por mucho tiempo su hogar, florecen la albahaca y la menta, en desastrados recipientes de latón. Como siempre ocurre por aquí.

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