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Los sudores del capellán

Se llama Elías y pide que omita su apellido. Es argentino, bonaerense, y vive cerca de un cuartel. En la misma casa de una sola planta y un árbol en el patio trasero donde una noche de la década de los setenta irrumpió un comando y se llevó a su padre, sin explicación alguna. Elías era un chiquillo de cinco años y de aquello sólo recuerda los gritos de su única hermana, dos años mayor, ahogados por un manotazo certero de uno de los uniformados. Han pasado muchos años y los hermanos han llorado juntos y recorrido mil calzadas en busca del paradero de su padre. Al fin lo han hallado y el descubrimiento les ha aterrorizado. Los militares se llevaron a su padre y, después de unas semanas de malos tratos y peores presentimientos, le subieron a un avión de hélices. El viaje no fue largo. Una de las puertas se abrió y, a una altitud de cinco mil metros, rozando el cielo que le enseñaron a rezar, el padre de Elías encontró su final. Era un hombre de poco más de treinta años. Daba clases en la Universidad y no pertenecía a ningún partido. Ayudaba a pensar a los estudiantes y le mataron por ello.Conocí a Elías hace pocos años en una fiesta de cumpleaños, en París, en una casa de la rue Racine donde se hablaba castellano con una docena de dejes americanos del centro y sur. Me escribe una larga carta. Elías maneja con soltura el ordenador, pero esta vez ha escrito a mano. La carta está impregnada de lágrimas. El corrimiento de tinta arriba y abajo lo acredita.

Hace unas semanas recibió una confidencia. Un militar de la Armada, atormentado por su pasado, reconoció ante un profesor de la Universidad que había participado como marino de tropa en el secuestro de varios docentes la noche de la desaparición de su padre. Coincidían el barrio del operativo, la fecha y la profesión de las víctimas. Elías no tuvo que preguntar más. El militar añadió más detalles que no sorprendieron al profesor. Son los mismos que ha declarado Adolfo Scilingo al juez Garzón: llevaron a los detenidos a los calabozos de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), les torturaron y horas más tarde acabaron en el Atlántico. Antes de embarcar un capellán arengó a los uniformados. Estaban en un hangar y el sacerdote alzaba su voz desde una escalera de trabajo. Les habló de Dios y del deber de los buenos cristianos de cumplir su voluntad. Les recordó un pasaje de la Biblia que recuerda la obligación de separar la cizaña de la buena mies. A pocos metros y ya en la pista de aterrizaje, un autobús de ventanas ciegas esperaba el fin del acto con el motor en marcha. En su interior, esposados y medio desnudos, incapaces de imaginar su destino, dos docenas de jóvenes eran atendidos por sanitarios vestidos con bata blanca. Los condenados recibieron en sus debilitados brazos una inyección sedativa y, una vez producido el efecto, el sacerdote subió al autobús. Uno a uno les hizo la señal de la cruz en la frente y en el nombre de Dios les perdonó por sus pecados. El capellán no tuvo necesidad de aguantar la mirada de los chicos pues ya la habían perdido. Hasta ahí, salvo un dolor insalvable, nada nuevo para Elías. Pero sí hubo una parte de la confesión desconocida para el huérfano. El militar identificó al capellán con nombre y primer apellido y añadió el lugar donde ejercía su ministerio.

Elías salió de su casa una mañana y abordó un avión. Justificó el viaje a su hermana como una visita a un compañero de estudios. Horas después aterrizaba en la ciudad chilena de Valparaíso. En el trayecto su mirada se perdió en el océano y no pudo evitar las lágrimas.

Se alojó en un pequeño hotel y examinó el plano de la ciudad. Allí estaba el barrio que buscaba, La Magdalena. Sólo faltaba acercarse a la iglesia de la Virgen del Carmen. El militar argentino había indicado algunas características físicas del capellán y advertido que eran de veinte años atrás, por lo que para Elías no eran más que pistas débiles. Sin embargo se concedió esperanzas en una de ellas. El capellán tenía dos muelas de oro, una al lado de la otra. El milico lo recordaba con precisión. Brillaban en la noche oscura mientras sus labios se abrían para pronunciar su mensaje en nombre de Dios.

Elías entró en el templo y tomó asiento en uno de los bancos delanteros. Era viernes y cuatro o cinco ancianas rezaban con gesto de rutina. Un chico joven arreglaba el altar. El visitante abandonó la iglesia y decidió merodear por el barrio. Entró en una abarrotería donde un matrimonio de mediana edad charlaba con una señora que parecía la dueña. Elías reparó en una imagen de la Virgen situada encima del mostrador principal y supuso que eran feligreses. Interrumpió la charla y se identificó como argentino que buscaba a un paisano, sacerdote, de quien sólo dio el nombre, el padre Andrés. Le habían informado que pertenecía a la iglesia del barrio y deseaba darle un recado, dijo. La dueña de la tienda se mostró amable y le informó con detalle. Al padre Andrés le podía encontrar el domingo, en la misa de once. Entre semana acude a la iglesia las tardes de lunes y jueves, a confesar. El matrimonio añadió que era un sacerdote muy querido en el barrio, muy espiritual.

Aquel domingo la iglesia se llenó de hombres y mujeres de edad madura y, entre ellos, Elías, madrugador, desde el primer banco tuvo la oportunidad de mirar por primera vez al hombre que había hecho la señal de la cruz en la frente de su padre poco antes de ser arrojado al océano. El sacerdote hablaba de Dios, y de su naturaleza compasiva. El rito terminó y los Fieles marcharon. Elías dejó que pasaran unos minutos y se acercó a la sacristía. El oficiante se despojaba de su túnica. El joven dio los buenos días y sin esperar respuesta dijo que era de Buenos Aires. Agregó que su padre había estado detenido en la ESMA. El sacerdote palideció y se fijó en las manos desnudas del hombre que tenía ante sí. Hubo un instante de silencio. El padre Andrés negó con la cabeza y masculló algo así como que no había estado jamás en la ESMA y que llevaba muchos años en Chile. Lo repitió una y otra vez. Entre sudores, habló durante ocho o diez segundos, los suficientes para que Elías contemplase dos muelas de oro en el interior de su boca. En ese instante recordó la promesa que había hecho a su hermana muchos años antes, permanecer juntos y vivos en su dolor de huérfanos, y abandonó la iglesia. Así me escribe Elías, desde Buenos Aires. Vive cerca de un cuartel y pide que omita su apellido.

Iñaki Martínez es abogado.

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