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Chinchón, la Jerusalén madrileña

Doscientos vecinos y vecinas de la localidad anisera reviven ante multitudes la Pasión

Bajo un cielo de plomo y plata, la tarde cae sobre los cerros color musgo y pimienta que envuelven la localidad madríleña de Chinchón. Hace fresco y chispean gotas de lluvia helada. De la lejanía llega un aroma a leña. Entre olivos, en un huerto de la parte baja del pueblo, se han reunido numerosos vecinos y vecinas. Algunos regresan de un vía crucis, donde sus niños, por el interior de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, han declamado las tribulaciones de Jesús de Nazaret.Los padres reunidos en el huerto no van a declamarlas; se preparan para escenificarlas como lo vienen haciendo desde hace 36 años, cuando el cura Luis Lezama, entonces coadjutor de la parroquia, ideara una Pasión viviente de Jesucristo.

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"Se trataba de cubrir el hueco de procesiones que teníamos el Sábado Santo", dice Moisés Gualda, de 70 años, párroco de Chinchón precisamente desde aquel año en que las representaciones comenzaran. "La cosa empezó con un grupo de actores jóvenes que mi amigo Lezama se trajo aquí, pero, claro, no podía ser que Cristo sólo tuviera tres apóstoles", señala Gualda.

Pese a las limitaciones iniciales, la iniciativa de representar la pasión, muerte y resurrección de Cristo arraigó desde entonces en la localidad chinchonense. Tanto, que se ha incorporado a sus tradiciones de manera irreversible y ha sido declarado de interés turístico nacional. "NI siquiera la nieve pudo impedir la representación del drama sagrado aquella Semana Santa", dice el párroco, que recuerda cuando décadas atrás, Antonio Catalán, el primer Jesús que tuvo Chinchón, soportó estoicarnente y semidesnudo su crucifixión fingida en medio de la plaza del pueblo -"quizá con una copita de coñac para combatir la helada"-, sonríe el sacerdote.

Miguel Ángel Moya, de 36 años, representa a Cristo en la pasión chinchonense desde 1982: él es el heredero escénico de Antonio Catalán, cuya heredera biológica es Encarna Catalán, de 26 años, en el papel de la Verónica desde hace dos años. Ambos hablan conmovidos de sus propios personajes.

"En verdad, hacer de Jesucristo en la Pasión ha transformado profundamente mi vida cotidiana", reconoce Miguel Ángel Moya, un hombre moreno, apuesto y atlético, comerciante de profesión, cuya afición principal es el balonmano. "Desde que lo represento, me siento más tolerante, más comprensivo y, con humildad, debo decir que algo mejor", confiesa. "Judas, digo David, es muy majete, con él me llevo muy bien, hemos sido del mismo equipo de balonmano", bromea. "La verdad es que cuando me arrastro y caigo con la cruz, dejo de ser yo mismo, me olvido de todo y experimento un cambio que no puedo definir con palabras", admite.

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"Verlo caer o contemplar cómo mira a la Virgen María produce un desgarro tremendo, no es Miguel Angel, es como si fuera otra persona", señala Encarnación Verónica.

A partir del crepúsculo del Sábado Santo (en torno a las 21.00) y a lo largo de un trayecto de un kilómetro de distancia entre las calles del pueblo, Miguel Ángel habrá de cargar con una cruz de pino de 60 kilos de peso. También él es quien ha de permanecer 35 minutos semidesnudo sobre el madero, agarrando sus 96 kilos a dos grandes clavos con sus dedos corazones y anulares de ambas manos, alzado en plena plaza Mayor de Chinchón, ante 20.000 personas. Pero durante la hora y media de representación "no siento ni frío ni dolor", insiste este Cristo.

Pilar Ruiz, zapatera, es ahora la Virgen María. Con una mirada iluminada cuenta: "El momento más intenso de la Pasión es cuando recogemos el cuerpo de Jesús. Cada año se me van las lágrimas. Es como si hubiera muerto mi propio hijo. No sé, es muy especial".

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