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No disparen sobre el optimista

Manuel Cruz

Como es bien sabido, está severamente contraindicado hacer uso de ellas más allá de su fecha de caducidad. Sin embargo, a nadie se le ocurriría sostener que los efectos perjudiciales que puedan provocar superado ese límite las descalifica retroactivamente como remedios. A fin de cuentas, es cuando algo está en vigor cuando debe probar su eficacia. De no seguir las indicaciones, lo que finalmente pueda ocurrir (sea lo que sea) muestra, si acaso, algo que comentaba en este mismo periódico hace no demasiado tiempo Ignacio Sotelo: advertir de lo que va a suceder no impide que ello suceda; más aún, a veces la advertencia ni tan siquiera alcanza a servir para preparar el terreno, para disponer los ánimos de los hombres ante lo que se les avecina.Autores hubo en el pasado que consideraban al relativismo una enfermedad, y creían disponer de la medicina adecuada para su curación. El relativismo se cura discutiendo (probablemente porque confiaban en que en el transcurso de la discusión terminarían aflorando las paradojas, cortocircuitos y contradicciones de sus tesis fundamentales: por ejemplo, su poco relativista pretensión de declarar falso, y no sólo un punto de vista más, al realismo). Es posible que en su momento aquellos autores tuvieran razón, pero en todo caso no es seguro que la vayan a tener indefinidamente.

De momento lo que se puede constatar sin temor a equivocarse es la enorme resonancia obtenida por alguno de los tópicos más característicos de la actitud relativista, especialmente el que afirma que los criterios para delimitar lo verdadero y falso (aunque lo mismo se podría decir de otras distinciones conectadas, como podría ser la de ciencia y mito) son criterios internos a las tradiciones modernas y, por tanto, de imposible exportación a otras tradiciones. No se trata de una observación de detalle, ni de un argumento circunstancial. Es evidente que confinar la idea de verdad en una tradición particular implica arruinar la pretensión (por matizada que sea) de universalidad, pretensión bien característica de esa forma de racionalidad emanada de la Ilustración y, más allá, de su modelo de ciencia. Nada tiene de extraño, a la vista de esto, el singular entusiasmo con el que algunos posmodernos han abrazado tales tópicos: creían encontrar en ellos el argumento definitivo para derrotar a su enemigo irreductible, a su particular bestia parda, el discurso filosófico de la Modernidad.

A partir de la constatación anterior el razonamiento puede proseguir, o bien por la vía de señalar el carácter poco concluyente del argumento, o bien por la de mostrar en qué medida dicho argumento obtiene buena parte de su eficacia de la atribución a su imaginario interlocutor -el pensador ilustrado- de unos rasgos y unas actitudes que no es nada seguro que se den en él. Si se opta por esta última vía, se comprueba de inmediato hasta qué punto el relativista reclama para sí atributos que no le pertenecen (cuanto menos en exclusiva: por ejemplo, el pluralismo), e imputa al ilustrado convencimientos y disposiciones que éste nunca aceptaría sin más. Como puede ser, pongamos por caso, la imputación de optimismo histórico o, la otra cara de la mo neda, de universalismo dogmático.

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De haberlo, sólo hay un motivo para ser optimistas en la historia, y es la confianza en que seamos capaces de ejercitar, de modo concertado y sistemático, la facultad que nos es más propia. Así de cauta -y de modesta- es la posición del ilustrado sensato. Pero que no haya malentendidos: deslizar, aunque sea por un instante, términos como optimismo o confianza no es refugiarse en la indeterminación de la fórmula ambigua, sino reconocer expresamente la escasez de garantías para nuestras aspiraciones. Quizá, al igual que algunos científicos sociales hablan de profecía autocumplida, debiéramos hacerlo nosotros de predicción autodefendida, y asumir que aquellos logros considerados unánimemente como conquistas positivas para el desarrollo integral de la especie humana debieran constituirse en auténticos puntos de no retorno en nuestro viaje hacia el futuro.

De hecho podemos encontrar en el pasado alguna referencia que pudiera servirnos como ejemplificación de lo que queremos decir -o acaso como modelo de lo que debiéramos hacer-. A quien objetara a nuestra propuesta, como suele hacer con especial ahínco el relativista, que no hay forma humana de determinar los tales logros universalmente consensuados, se le podría recordar que buena parte de las reivindicaciones que hoy consideramos prepolíticas -esto es, que hemos acordado excluir definitivamente de la discusión política particular- se consiguieron en su momento como resultado de esforzadas -y casi siempre dolorosas- luchas. Acaso desde esto debiéramos por un momento recuperar la vieja intuición marxiana de denominar "prehistoria" a todo lo que quedaría a la espalda de la humanidad si ésta fuera capaz de tomar en sus manos las riendas del propio destino.

La historia entonces, lejos de darse por terminada, empezaría de verdad, esto es, los hombres podrían dejar de recorrer el pasado como quien transita por la galería de los espejos, o como quien evoca el catálogo de sus incumplimientos (según se pertenezca a la facción satisfecha o insatisfecha de la tropa), para poder pasar a entenderlo, felizmente, como la travesía hacia una contingencia tan plena, y tan plenamente asumida, que ni siquiera necesitaría de la ayuda de la ciencia ("si esencia y apariencia coincidieran, no haría falta la ciencia", es la otra afirmación, un punto enigmática, de Marx que ahora habría que recuperar). Pasa a la página siguiente

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Mientras tanto, nuestra situación es la de quien permanece sumergido en una prehistoria (y en una prepolítica) que se desconocen en su condición de tales. Pero que algo sabe, y eso que sabe es importante: si llegara un día en que triunfara algún ideal (pongamos por caso, de racionalidad en la convivencia entre los hombres), el triunfo lo sería, ciertamente, de un modelo particular localizable y fechable (surgido en Europa, en un momento determinado de su historia, etcétera). Claro está: todo se da en una concreta intersección espaciotemporal (¿podría ser de otro modo?).

Pero esto no debe interpretarse en el sentido de que no quepa esperar ninguna universalidad, sino más bien en el de que la universalidad esperable deberá ser de otro tipo. Si aquel ideal triunfara algún día, obtendría su condición de universal de una manera propia: del hecho de que hubiéramos sido capaces de ponernos de acuerdo en que merece ser compartido por toda la humanidad.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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