Flora urbana
El humilde cronista se siente a veces solo ante el peligro al abordar determinados temas; triste y solo, como Fonseca, ante la insensibilidad o la indiferencia de la mayoría; huérfano y un poco memo, con ganas de arrojar la toalla y quizá hasta de cogerse una buena perra con la cabeza apoyada sobre la librería, irremediablemente caótica, de su despacho. Uno de esos temas es la poda municipal, y si hago toda esta confesión no solicitada como introito a mi tribuna de hoy es para añadir inmediatamente que no voy, en esta ocasión, a tratar de dicha materia, que tanta angustia, sufrimiento y sensación de impotencia me produce; que, por una vez, trataré de olvidarme de los árboles oficiales de la ciudad, centrándome en esa mínima botánica silvestre que la naturaleza se empeña, a pesar de nuestros pecados, en traernos como regalo a los madrileños. Ni que decir tiene que tan generosa e inmerecida ofrenda llega a su cenit con la irrupción de la primavera.He mencionado de paso, paso tuno, el compostelano palacio de Fonseca, antaño ilustre escuela de Teología, luego Facultad de Medicina y hogaño, hogaño sí, triste y solo. Bueno, pues sobre los muros y los tejados platerescos del edificio, sobre la mismísima catedral, sobre Rajoy, sobre San Martín Pinario, sobre los recoletos palacios de Canillas, Ramirás, Santa Cruz de Ribadulla, sobre las casas del Deán o de las Pomas -tan apasionadamente amada ésta por don Ramón María del Valle-Inclán-, crece a tutiplén el verdor de los musgos, los líquenes y una increíble variedad de plantas silvestres. Claro que Santiago es otra cosa, una ciudad monumental, dormida en el tiempo, con escaso tráfico y pocas maquinonas surcando su centro histórico. Y tiene el riego eterno del orballo.
Y yo ya sé que Madrid no es Compostela, pero, si ustedes deciden abrir los ojos y mirar a su alrededor, podrán contemplar -en esta urbe que fue hasta hace poco poblachón manchego y va convirtiéndose cada día en macrópolis inhóspita bajo nuestras mismísimas narices, por decisión de los mandamases de turno- prodigios de la misma índole. Claro que más escondidos, menos lujuriantes.
Es que la naturaleza se resiste a morir, lucha denodadamente para no dejarse asesinar por ese gusano iconoclasta llamado hombre. Todo se conjuga y conjura contra ella. La casita suburbana de toda la vida, con sus tejas ricas y su modesto patio lleno de malvas reales, es borrada en una hora de la faz de la tierra por los bulldozers para construir en su lugar un aséptico mamotretc, de hormigón, acero y cristal. Aquel solar olvidado, lleno de amapolas y margaritas, sucumbe de la noche a la mañana al anhelo vesánico de cualquiera de los tuncladores compulsivos. Se mueren de asco los insectos polinizadores, los escarabajillos, las mariquitas (y están extinguiéndose los vencejos de Madrid), muchos de los elementos que constituyen la cadena ecológica, la cadena de la supervivencia.
Sin embargo, ¡Dios sea loado!, he tenido el privilegio, a lo largo de todo este lluvioso invierno, de contemplar un musgo aterciopelado adornando la tapia del jardincillo vecinal, a una docena de metros de mi casa. Ahora, recién estrenada la primavera, veo expandirse la hierba por entre las losetas del bulevar que cubre el aparcamiento, y cuando aumenten la luz y el calor, camino del estío, volverán a brotar y florecer las ya citadas malvas reales en un paraje urbano tan poco esotérico como las escalerillas que descienden de la calle de Dulcinea a la de Raimundo Fernández Villaverde. Pasando a mayores, tengo la esperanza de que las chumberas vuelvan a alegrar mis Ojos en el paseo de la Dirección, que mi árbol de la calle del Nuncio vuelva a cubrir de hojas sus viejas ramas y que los arbolillos de la paralela calle del Almendro, descendientes de frondosos árboles podados para nada hace ya muchos años, continúen tan gráciles y guapos como el año pasado. Sin que nadie se meta con ellos en el solar que adornan, amén.
La naturaleza no se ha muerto en Madrid, no, a pesar de todo y de todos. A pesar de quienes la maltratan, de quienes la ignoran, de quienes acaso la odian. Y esa convicción me ayuda (no me atrevo a pluralizar) a seguir viviendo.
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