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Tribuna
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Malasaña

La primavera irrumpió con extrema violencia en Malasaña, extrema pero no insólita en un barrio que a lo largo de la historia ha servido como campo de batalla de todas las guerras callejeras que se han librado en la ciudad. Campo abonado por la sangre de los patriotas del 2 de mayo de 1808, que seguiría fructificando en otras rebeliones más de andar por casa, como la de la sangrienta noche de San Daniel de 1865, cuando los estudiantes de la cercana Universidad de San Bernardo tomaron las calles, a favor de Castelar y en contra de Isabel II.Las mismas calles sirvieron luego de escenario a las primeras revueltas universitarias contra el franquismo, y en los primeros años de la transición presenciaron todo tipo de escaramuzas y confrontaciones con elementos de la extrema derecha que pretendían hacer del barrio "zona nacional", con o sin ayuda de las fuerzas de orden público.

Los veteranos de Malasaña recuerdan otras noches sonadas, como la de la primera retreta militar organizada en la plaza del Dos de Mayo durante las fiestas, desfile que terminó como el famoso rosario de la aurora; o la de la Operación Primavera, cuando, con gran aparato de focos y cámaras de televisión, la policía se consagró como protagonista de un telefilme con sabor local persiguiendo y deteniendo a camellos de poca monta y consumidores despistados que vagaban por territorio comanche.

Cuando las fuerzas antidisturbios son requeridas para actuar sobre el suelo de Malasaña, no se andan con remilgos ni tiquismiquis, y descargan el brazo de la ley, la porra de la ley, sobre justos y pecadores sin hacer distinciones, siguiendo la pragmática consigna que diera en el siglo XIII Simón de Monfort, caudillo de la cruzada contra los albigenses y experto en operaciones de exterminio y limpieza herética.

Cuando sus soldados, a punto de entrar a saco en una ciudadela hereje, le preguntaron al buen Simón cómo harían para distinguir entre un albigense y un buen cristiano antes de proceder al preceptivo degüello, respondióles su jefe que fueran a por todos, que Dios ya se encargaría de reconocer a los suyos.

En este barrio de herejes y renegados, todos los gatos son pardos, deben de pensar en sus horas libres (en horario laboral lo tienen prohibido) estos nuevos centuriones, que no están programados para hacer distinciones como sus colegas de la brigada de tribus urbanas, capaces de distinguir a cien metros a un rapado de derechas de uno de izquierdas por el tipo de calzado. A la primitiva barbarie de los vándalos urbanos oponen estos servidores del pensamiento monolítico una barbarie más profesional y técnica, una barbarie democrática que reparte equitativamente sus mandobles sobre todo lo que se mueve a su alrededor en esas horas de confusión en las que ni Dios, si hay algún dios que proteja a estos descastados noctámbulos de Malasaña, se muestra capaz de reconocer a los suyos entre el mogollón.

Ahora será la justicia ciega la encargada de hacer distinciones entre los que a ciegas fueron capturados, golpeados, intimidados, hacinados y humillados, simplemente porque pasaban por allí, porque estaban en el peor de los sitios y en el peor de los momentos, porque eran jóvenes y portadores de botellas de cerveza o kalimotxo que, una vez vaciadas, podrían haber servido como proyectiles, porque llevaban el pelo demasiado largo o demasiado corto, y sobre todo porque el éxito de una operación de este tipo, como en cualquier cacería o pesquería, se mide por la cantidad de piezas cobradas.

De lo que ocurrió en Malasaña tengo noticias por mi amigo X, que se considera víctima moral de la tragedia. Aunque no fue ni golpeado ni aprehendido, X, un superviviente de todas las batallas urbanas, se sintió profundamente humillado cuando los guardias detuvieron a unos amigos jóvenes que le acompañaban y a él se limitaron a pedirle que circulara.

Lo hizo, estuvo toda la noche dándole vueltas, al barrio y a la cabeza, pensando que los guardias le habían encontrado demasiado viejo, con un aspecto demasiado "respetable".

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