_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Antes que la historia

Los ciudadanos vivimos con interés la discusión que en torno a la enseñanza de las humanidades tuvo lugar en diciembre en el Congreso de los Diputados. En este tema, las diferencias entre los oponentes políticos de los partidos de ámbito nacional eran inicialmente sutiles. La dureza de la jornada parlamentaria se explica como consecuencia de la importancia que la enseñanza de la historia tiene para cualquier nacionalismo. ¿Se figuraría algún ingenuo la posibilidad de una polémica semejante por las propuestas sobre enseñanza de las matemáticas o de la biología? ¿O sobre las de piano o inglés? No hay duda de que el tema ha interesado en la misma longitud de onda que interesan las declaraciones de los fiscales de la Audiencia Nacional, los juicios pendientes o las discusiones sobre la financiación de los partidos.Entre las humanidades, la historia constituye quizá el paradigma de disciplina susceptible de utilizarse con intereses localistas y políticos. Su instrumentalización, en este sentido, dificulta la objetividad de perspectivas y juicios y, lo que es peor, puede ayudar a fomentar nacionalismos intransigentes que perturban la marcha natural de la propia historia. Es precisamente en la enseñanza de la historia donde puede encontrarse la última causa de tanto alboroto político.

Bastaría que un tema suscitara semejante interés partidista y anómalo como para sospechar inmediatamente acerca de la oportunidad de su enseñanza en la escuela primaria. Parece prioritario enseñar a los niños aquello que es objetivamente cierto y que es, en definitiva, lo que elimina las fronteras. Ejercer la memoria, pletórica de capacidad a esa edad, con datos verificables como la distancia de la Tierra al Sol. el diámetro de nuestro planeta, el funcionamiento de las células, la importancia de la función clorofílica que permite a la luz convertirse en vida, lo despreciable que resulta en tiempo el periodo histórico respecto a la edad del universo o del sistema solar, es algo importante, gratificante, útil y complementarlo a lo que generalmente se aprende en casa. Pero, aún más, tiene el atractivo de hacer coincidentes los datos que aprenden los niños de la India, China, Brasil, Estados Unidos o de cualquier rincón de la Tierra.

Este tipo de conocimientos científicos u objetivos son vehículos de comunicación y unión, bases de la solidaridad y la tolerancia. Lo mismo podríamos decir de la enseñanza del inglés o del solfeo o de las matemáticas. Por el contrario, la enseñanza de la religión local, de la historia sesgada o de las ideas filosóficas nacionales puede potenciar, como el énfasis de la cocina materna, la tendencia a una diferenciación excesiva o al nacionalismo exagerado que tantas desgracias acarrea.

Es innegable la influencia del entorno sobre la lengua, la religión, los gustos culinarios o paisajísticos, lo que conduce a la riqueza de la diferenciación frente a una homogeneización inhumana y aburrida. Pero ya que el entorno condiciona y fomenta los aspectos diferenciales, garantizando que ningún nativo esté libre de su influjo, ¿no debería la escuela, como antídoto a este inevitable casticismo, contribuir a fomentar y procurar la potencialidad de lo global? Es más, el disfrute de la diversidad requiere la capacidad de acceder a ella, que está condicionada, al menos, por la necesidad de un idioma común.

Pocos discutirían que la enseñanza temprana de algunas humanidades -como gramática, literatura o historia universal- es obligada, aunque sólo fuera para satisfacer los mínimos culturales requeridos. Sin embargo, la escuela debería tender con prioridad a corregir los excesos derivados de la formación familiar localista. Sabemos que la historia de una nación es la asignatura que más depende de quien la explica.

Por tanto en la escuela primaria debería ser tratada con cautela y delicadeza, ya que incluso el propio concepto de nación carece, en muchos casos, de definición concisa y estable. La historia nacional quizá sea muy importante a la hora de profundizar en nuestra identidad, pero hay muchas actividades importantes que requieren un aprendizaje previo para llevarse a cabo. Basta repasar la historia de España que aprendimos en el colegio, los que ahora tenemos 50 años, para preguntarnos si quizá su estudio sólo debería ser autorizado para mayores. Al fin y al cabo lo mismo sucede con otras actividades, como la laboral, la investigadora o la sexual, de las que casi nadie niega su importancia.

El orden de adquisición de los conocimientos cambia mucho el resultado del aprendizaje global. Acercarse en profundidad a la cultura, lengua e historia nacionales desde una experiencia intelectual amplia, con conocimiento de idiomas y de otros países, produce un efecto radicalmente distinto al del proceso inverso. Y es distinto porque quien desde muy joven se centra en un horizonte estrecho puede llegar a sentir vértigo por la amplitud y preferir encerrarse para siempre en su limitación.

No se debe concluir, sin más, que la enseñanza de las historias nacionales deba posponerse para edades avanzadas. Pero sí creo que hay razones para un debate profundo, fruto de la reflexión, acerca de las prioridades a la hora de enseñar a los más niños. Si buscamos una capacidad de aprendizaje crítico para el futuro del niño, los datos iniciales de su memoria, sobre los que descansará todo el conocimiento posterior, deberían ser objetivos y, a ser posible, cuantitativos.

Ambos requisitos parecen no coincidir con las características de las historias nacionales, tantas veces entremezcladas con historias sagradas y míticas. Finalmente, deberían estar especialmente prohibidos, en el ámbito escolar, todos los datos que siendo inciertos y subjetivos pudieran justificar el sufrimiento ajeno.

Antonio Hernando es físico y director del Instituto de Magnetismo Aplicado.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_