La categoría maternal del padre
A los padres nos autorizan también un "día del padre" y, lo declaremos o no, cada cual piensa que se trata de una onomástica de compensación. Lo que existió de manera inicial fue la excelencia de la madre y El Día de la Madre, destinado a resaltar sus desvelos, sus caricias, sus ofertas en la lactancia, sus martirios y mil cosas inenarrables más. El amor de la madre es el amor por antonomasia y ¿cómo no prestarle veinticuatro horas?Lo del padre es, a la fuerza, muy distinto. Contrariamente a lo que ocurre en otros asuntos de la masculinidad, la paternidad ha ganado ciertamente algún aprecio pero no significa esto que haya conquistado una relevancia de primera clase. Más bien ha ganado una fama vicaria y gracias, además, a haberse maternizado mucho. El hombre ha ganado sitio en el mapa afectivo de la casa mediante la estrategia de ir girando de patriarca a matriarca.
En este punto nos encontramos hoy. En un estadio tal donde si la actitud y el comportamiento paterno se tienen por buenos -cuando esto ocurre- es ante todo por haber engullido pedazos de madre. No existe hoy un modelo de padre diferenciado o inequívoco como existía hasta la Segunda Guerra Mundial. Más bien después de esa batalla la historia del padre ha ido rehaciéndose desde una ausencia y disminuyendo la categoría del personaje anterior a la contienda. El feminismo ha pugnado mucho por sus derechos, pero lo ha hecho sobre la deconstrucción de una sociedad poblada de hombres muertos. Los empleos vacantes a disposición de la mujer, las sedes domésticas deshabitadas de hombres, los descréditos de la autoridad del jefe, han contribuido mucho a fomentar el ascenso del paradigma materno.
En síntes, la mujer no sólo ha cobrado predominio gracias a sus propios denuedos subversivos sino a la crisis de un valor opuesto que en su abatimiento les ha franqueado el paso. Ahora el padre se valora porque es tierno o sensible como una madre, y pocos padres de los que ahora mueren se evocan como aquellos monarcas gloriosos. La democratización de la familia, en el grado que sea, ha travestido al padre en una madre de segunda: segunda instancia del consejo doméstico, segundo escalón de la confidencia, segundo elemento de la noticia o el elemento peor librado en el pleito conyugal. El día del padre es así una fiesta menor para un actor relativamente demediado. Sólo la codicia comercial o el afán de fiesta, la culpabilidad, maquillan su carácter de relleno. ¿Nos aflige pues esta onomástica? Tampoco es eso.
Cada vez la madre, el padre, la familia o su mitología cargan menos con el peso histórico de antes. Contemplados hoy y desde cierta distancia, se trata, tanto en el caso de las madres como de los padres, de prototipos, que aun bien emplazados en el universo familiar, van perdiendo jerarquía.
Basta, en efecto, que los hijos crezcan un poco para que los progenitores decaigan en su poder y su influencia disminuya a dimensiones inimaginables hace medio siglo. Su investidura paternal o maternal se consumen hoy pronto ante la descendencia y es, en ese menoscabo, donde, al fin, sus figuras, femenina y masculina, tienden a igualarse.
Los padres, madre y padre reducidos, aparecen al fondo de la escena como una pareja desmedrada: gradualmente desprovistos de autoridad, descaracterizados como conductores, descalificados como vigías, desprestigiados como fuentes de conocimiento. Juntos forman así un dúo que -convenientemente enternecido el padre, apropiadamente fortalecida la madre- se asemejan mucho en la graduación. En tal situación muchos hijos, no obstante, les regalan algo. Un objeto que a menudo, compelidos por la fiesta, reemplaza el lugar del cariño pero otras, ¿por qué no?, podría llamarse homenaje.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.