La versión del reo
La permanencia de los socialistas en el poder a lo largo de tres lustros (un periodo que se inició con la victoria en las elecciones municipales de 1979 y concluyó con las derrotas de 1995 y 1996) desmintió la jactanciosa presunción de que el carné del PSOE bastaba para garantizar la honradez en el desempeño de cargos públicos; ahora llega el turno de comprobar la escasa fiabilidad de las promesas de pureza arcangélica en el manejo de los fondos presupuestarios predicada por los populares mientras permanecían en la oposición. Porque el ascenso electoral del PP en los tres últimos años, que le ha dado el control del Estado, de diez comunidades autónomas y de la mayoría de las grandes ciudades, ha marchado en paralelo con el aumento de escándalos de corrupción que salpican la gestión de gobierno del partido presidido por Aznar.En efecto, el viejo historial formado por el caso Burgos (concluido con la condena del alcalde Peña), el caso Naseiro (sobreseído por la naturaleza ilegal de las pruebas), el caso Calvià (recién resucitado), el caso Hormaechea (el presidente de Cantabria salió condenado) y el caso Cañellas (sólo la prescripción del delito salvó in extremis al ex presidente de Baleares) empieza ahora a ser remozado por nuevas diligencias sumariales. Así, la dimisión de Luis Fernando Cartagena como consejero de Obras Públicas de la Comunidad Valenciana ha sido una respuesta política defensiva a la investigación judicial en marcha sobre una ocultación fiscal de 164 millones de pesetas: a nadie se le escapan las sorprendentes semejanzas entre el caso Cartagena y la dimisión en 1995 de Vicente Albero, ministro de Agricultura socialista, por fraude tributario. El caso Zamora (relacionado con donativos dados al PP por empresas constructoras cuando Aznar era presidente de la Junta de Castilla y León) y el caso Lacalle (receptor de las ayudas dispensadas al PP de Cataluña por Javier de la Rosa) están emparentados con el caso Filesa y los demás escándalos de financiación ilegal de los partidos. El caso Tomey, protagonizado por el presidente popular de la Diputación de Guadalajara, y el caso González Arroyo, senador canario del PP y alcalde de un pueblo de Fuerteventura, presentan un oscuro futuro procesal. El despilfarro en ayuntamientos y comunidades gobernados por el PP, el clientelismo y el nepotismo rampantes en Ourense, Granada o Lugo, la coincidencia del viaje oficial del ministro Matutes a Cabo Verde con la presencia en la isla de su industriosa familia, las recomendaciones para las oposiciones en la Xunta de Galicia o la gestión del Pabellón castellano-leonés en la Expo forman la calderilla de esas prácticas corruptas.
Los procedimientos judiciales en curso permitirán determinar el alcance de las denuncias; entre tanto, los acusados del PP escenificarán el acostumbrado repertorio de negación de las evidencias, judicialización de la política y obstruccionismo procesal. La actitud de dignidad ofendida desplegada por los héroes de algunos escándalos políticos recuerda -en términos humorísticos- la dolorida reacción de un personaje de la última película de Woody Allen; tras confesar ante su mujer que asesinó primero con un hacha a su amante, a su anterior esposa y a sus dos hijastros y que se comió después los cadáveres, el parricida de Desmontando a Harry reivindica quejumbrosamente el derecho a dar su propia versión de lo sucedido.
Las denuncias de los casos de corrupción del PP no deberían servir para resucitar aquellas viejas jeremiadas regeneracionistas contra los políticos venales y las democracias decadentes que abrieron hace unas décadas el camino a las dictaduras. La doble conclusión a extraer es sencillamente que el ejercicio del poder ofrece a sus titulares grandes oportunidades para corromperse y que un Estado de Derecho nunca debe bajar la guardia para combatir esa patología, inevitable sea cual sea el partido -de derecha, de centro o de izquierda- instalado en el Gobierno.
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