El globo
La conferencia tuvo lugar en un centro cultural de Caracas, de Buenos Aires o de Bogotá. El público que abarrotaba la sala atendía con cierto interés a las palabras del escritor español cuya ilustre cabeza estaba directamente iluminada por la luz cenital de una alta claraboya. La conferencia trataba de la literatura del Siglo de Oro, aunque el escritor no hacía sino citarse a sí mismo. Todo el mundo pudo presenciar el fenómeno. Antes de que empezara a hablar, este escritor era un hombre muy delgado, pero cada vez que él se autoelogiaba, su cuerpo experimentaba desde dentro una onda expansiva como si un ser invisible apostado bajo su sillón le estuviera inflando como a una enorme vejiga de puerco. Llegó un momento en que el público comenzó a inquietarse. Presentía que aquella congestión feliz del autor podía terminar en una explosión, y en este caso las paredes de la sala iban a llenarse de sangre y menudillos. No fue así. Después de nuevos elogios de sí mismo, cuando ya se había convertido en un globo, en vez de reventar, el escritor comenzó a elevarse ante la vista de todos. Antes de llegar al techo aún seguía perorando en el aire, pero era tal la fuerza con que la vanidad lo proyectaba hacia arriba que al chocar contra la claraboya rompió el cristal y el escritor ganó el espacio abierto que le condujo más allá de las nubes. El público quedó mirando la tribuna que de pronto había quedado vacía y no sabía si aplaudir con fervor o salir disparado a la calle para poderlo contemplar en el cielo. Algunos lo hicieron, pero sólo lograron descubrirlo como un punto diminuto en el espacio. A 30.000 pies de altura, el escritor cogió un avión de Iberia en marcha para regresar a España colgado de un ala. Este hecho no debe ser considerado como algo portentoso. Se produce todos los días en las sobremesas literarias, en los despachos de editores, en los congresos de escritores. Estás hablando con un autor y al instante desaparece. Miras hacia arriba y lo ves pegado al techo en forma de su propia vejiga.
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