_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Castigos

Los delitos cometidos contra los procesos y elementos básicos para la continuidad de la vida y contra los animales y las plantas resultan incalculables. Tanto por el número como por el daño real ocasionado. En nada exageramos al calcular en muchos millones las infracciones de corte ecológico anuales en nuestro ámbito político.No menos cierto resulta que las disposiciones legales que amparan a especies, espacios y a nuestra calidad de vida son tan numerosas como escasa la capacidad de aplicarlas, denunciarlas y procesarlas. Aun así, apenas unos pocos centenares culminan en condenas a pesar de que los fiscales se adentran cada vez más en la tarea de defender aguas y aires, la vida de los otros seres vivos, la paz en los paisajes y nuestro bienestar.

Por eso todavía estalla como rotunda novedad el hecho de que alguien vaya a la cárcel por haber atentado contra la naturaleza. Porque se pueden contar con los dedos de media mano los casos en que esto ha sucedido a pesar de las gravísimas consecuencias de muchos de esos atentados. De ahí que merezca una consideración el hecho de que un ciudadano asturiano haya sido condenado a varios meses de pérdida de libertad por haber cortado una veintena de árboles, concretamente acebos.

Sobre todo por el aparente desproporcionado castigo y por la función de acusador particular que ha desempeñado uno de los grupos ecologistas más dinámicos de aquella comunidad. Recordemos que las especies protegidas por la ley son aquéllas que han sido tan desgastadas por nuestra apetencia que acaban entrando en una dinámica demográfica regresiva. Un declive que a menudo hace poco segura su permanencia en este mundo. No es menos cierto que la suspensión de las agresiones puede recomponer el futuro de esos seres vivos.

Pero a menudo se nos quiere olvidar que esos componentes de los sistemas vitales son importantes. Y no queremos verlos desaparecer porque cumplen funciones, aportan la estabilizadora complejidad que eligió la vida para asegurarse a sí misma y tienen hasta profundos sentidos culturales incluso hoy, cuando tan lejos queda lo que nos sostiene y explica. No son, pues, caprichos de unos pocos amantes de lo espontáneo. Trabajan gratis para nosotros, ocupan un merecido lugar en las tramas vivas, y en la mayoría de los casos ocultan novedades. Hasta son hermosos y nos proporcionan acercamientos a la delicia.

El acebo es un doble símbolo. Por la enorme duración de sus ramas cortadas, viene a representar a las fuerzas vitales, a la renovación de los ciclos, es decir, a la única eternidad demostrada. Que esté en peligro de extinción por el afán de convertirlo en objeto decorativo en periodos navideños, cuando suma su precioso fruto rojo al espejeante verdor de sus hojas perennes, contradice su vocación y hasta el sentido profundo que queremos darle. Al mismo tiempo, el acebo, junto con otra decena de especies, representa lo más visible y conocido de la pelea que, por la belleza de nuestros paisajes, se alarga desde hace casi cuarenta años. En cualquier caso, es la parte oculta, como siempre, lo que sostiene la coherencia de la defensa del acebo.

Porque el árbol más duro y persistente de las montañas es el punto de encuentro de decenas de especies, que lo comen y lo usan como morada, sobre todo cuando la nieve niega otras despensas y refugios. Es, como todos los árboles, una fábrica de transparencia, un creador de ese cimiento de todos los terrestres que es el suelo, al tiempo que gobierna la limpidez y la economía del agua de muchos veneros. Y su belleza justifica aquella apreciación de Giner de los Ríos: "En la contemplación de un árbol podríamos pasar enteramente nuestra vida". No son deseables castigos que en el fondo penalizan más a la ignorancia que a la codicia. Pero nos urge comprender que el árbol siempre vale más vivo que muerto. Que el precio de su madera, ese que animó al condenado a violar una ley, apenas alcanza al 5% de lo que vale su continuidad en pie y con vida. Algún día acabaremos de entender que el bosque es un patrimonio común, aunque tenga dueños. Y que la defensa de lo público se merece mucha más consideración por parte de los medios y de los públicos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_