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Tribuna
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Madrid 1999

Aquella mañana del 17 de mayo de 1999 en el Gobierno estaban eufóricos. Un complejo operativo de la Brigada Antidroga acababa de lograr el desmantelamiento simultáneo de las cuatro grandes redes de distribución de heroína que suministraban a la capital. Sus cabecillas habían caído y tras ellos los arrestos se sucedían por decenas. Las intervenciones de pisos, chalés y vehículos de lujo seguían en marcha, y los alijos de droga prometían batir récords históricos en la lucha contra el narcotráfico. La captura de los grandes capos había permitido, además, la obtención de unos listados ciertamente comprometedores para los camellos que operaban en los poblados de la droga. Fichados por la policía, la habían burlado hasta entonces porque cuando los agentes lograban la orden judicial para reventar sus chamizos, siempre disponían de tiempo suficiente para arrojar las pruebas por el inodoro. Encañonados y con las manos sobre la nuca salían como ratas de los prefabricados echando una última ojeada a los ostentosos vehículos que habían adquirido con su lucrativo negocio. El tráfico de heroína quedaba estrangulado en Madrid. Los noticiarios no hablaban de otra cosa, faltaban dos semanas sólo para las elecciones, el alcalde y el presidente de la Comunidad mostraban públicamente su satisfacción y hasta la oposición alababa a las fuerzas de seguridad.El entusiasmo se prolongó durante dos días. Al tercero, de madrugada, algo empezó a suceder en tomo a los núcleos de infraviviendas. De todas las calles adyacentes surgían errantes cientos de individuos con la mirada perdida. Llevaban 48 horas en abstinencia forzada por el desabastecimiento y buscaban denodadamente dónde pillar. Habían pagado las últimas dosis a casi 10.000 pesetas, y en ocasiones sólo era una mezcla envenenada con talco o harina. Con la droga adulterada caían como chinches aumentando la furia de los que seguían en pie. Los primeros incidentes violentos se produjeron en farmacias próximas a los poblados de Jauja y La Rosilla, aunque los asaltos se fueron extendiendo a otros barrios.

La afluencia de yonquis tomó cuerpo en la carretera de Villaverde a Vallecas, más conocida como el camino de los muertos, donde marchaban cual espectral ejército. Unos deambulaban por la M-40 echándose delante de los coches mientras otros arrancaban puertas y ventanas de los edificios, rompían escaparates o pinchaban al que se atrevía a pisar la calle. Pedían heroína a gritos, metadona o cualquier cosa que enfriara el mono que quemaba sus entrañas. Las autoridades se confesaban alarmadas. Había más de 20.000 yonquis en Madrid y sólo 2.000 o 3.000 plazas de metadona. Desbordados por los acontecimientos, ahora veían por fin dónde estaba el problema. Dos años antes, en junio del 97, el cerco policial a los poblados ya les advirtió que algo así podría suceder. Después, en febrero del 98, hubo nuevos incidentes cuando la captura de un importante capo llegó a disparar el gramo de heroína hasta las 10.000 pesetas. Expertos y organizaciones sociales habían reclamado la necesidad de establecer medidas sanitarias, junto a las policiales, extendiendo los tratamientos alternativos. Manifestaron, incluso, la posibilidad de suministrar heroína a los toxicómanos profundos en los centros de salud con el triple objetivo de impedir las muertes por adulteración o sobredosis, tenerlos bajo control sanitario y evitar que se vieran abocados a delinquir para obtener su dosis diaria.

La iniciativa tendría, además, la ventaja añadida de romper el mercado de la droga y arruinar un negocio que genera ingentes cantidades de dinero, capaz de comprar voluntades y propagar la corrupción. Pero las autoridades no reaccionaron.

Los disturbios duraron cuatro días con sus cuatro noches, y el balance de daños personales y materiales resultaba desolador. Al quinto, las cosas empezaron a cambiar. Las redes internacionales de narcotráfico habían logrado restablecer con elementos recién llegados estructuras elementales de suministro, y la droga volvía a fluir en los poblados. Los zombis tenía ya nuevos amos. El sueño que se tornó en pesadilla había terminado. Los que mandan dormían de nuevo tranquilos.

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