Una virgen en el oeste
Es fama que cuando Erik el Rojo halló una nueva tierra al oeste de Islandia decidió bautizarla Groenlandia -o sea, el país verde- para propiciar el turismo, pues de otra forma ningún vikingo hubiérase animado a visitar, y menos aún a colonizar, una pista de hielo como cuatro veces España. El verde, ya se sabe, es el color de la esperanza... Nadie, empero, ha de sentirse falsamente esperanzado si nos cree que, al descubrir la ignota sierra de la Higuera, allá en el finibusterre occidental de Madrid, se nos han alegrado las niñas de los ojos mirando la encina y el enebro, el roble y el castaño, la retama y el terebinto, la higuera y el almendro, el olivar y el praderío risueño, de un verde lustroso, flamante, que ni recién pintado.Verdegay, verdescuro, verdemar, verdemontaña... de todos los verdes es la sierra de la Higuera: una minicadena montañosa que apenas mide media docena de kilómetros de largo por uno y pico de alto -1.072 metros, diremos, por mor de la exactitud-, y en la que, para mayor abigarramiento, confinan los términos de Higueras de las Dueñas, Pelahustán y Cenicientos; o, lo que es lo mismo, Avila, Toledo y Madrid; o, si se prefiere por autonomías, Castilla y León, Castilla-La Mancha y Comunidad de Madrid.
Sin cartografia
Pero, cosa curiosa, la sierra de la Higuera, siendo oficialmente de tanta gente, no parece ser de nadie a la hora de caminar. No existe cartografía detallada, guía de senderismo ni hoja de ruta para ciclistas que enseñe por dónde meterle mano a esa paleta de colores que es la sierra de la Higuera. Tanto mejor: cuanto menos bulto, más claridad.Como quiera que no hay sentado precedente, y tanto nos da hincarle el diente a este serrijón por cualquier de los 32 derroteros de la rosa de los vientos, nos decantamos por atacarlo desde el norte, desde Ávila, desde Higuera de las Dueñas, que, de los tres pueblos mentados, es el que tiene nombre más gentil -"alto, claro y significativo", diría Cervantes- y mayor tradición caminera, pues es hito de la Cañada Real Leonesa. Y hacemos bien, porque la vía elegida no puede ser más nítida ni más andadera: se trata de la calle -camino de Toledo, rezan los letreros- que, al poco de rebasar la iglesia y las últimas casas, se prolonga hacia el sur por una pista forestal que atraviesa de claro en claro la dehesa del lugar.
Tras salvar un par de repechos, la pista que seguimos se adentra en el vallecico del arroyo del Carrizal -que otros nombran Carnizal-, cruza el hilo de agua y nos depara una laboriosa trepa en zigzag por la umbría hasta alcanzar, a una hora y media del inicio, la cabecera del regato, salpicada ésta de verdinales, castaños y robles corpulentos, que invitan al refrigerio. Un kilómetro más adelante, a la altura de un raso, abandonamos la pista, que aquí comienza a declinar, y ganamos a manderecha, a campo traviesa, el risco de las Cuevas o de las Tres Cruces, mogote granítico que marca el punto exacto donde se tocan Avila, Toledo y el vértice inferior izquierdo de ese triángulo más o menos equilátero que desde el año 1833 es Madrid.
Pero, antes que un deslinde administrativo, la sierra de la Higuera es divisoria natural entre los valles del Tiétar y del Alberche. Vale decir: entre el somontano de Gredos, cuyas cumbres se erizan violentas al septentrión, y la depresión del Tajo, que se dilata al mediodía por infinitas dehesas de encinas hasta toparse en lontananza con los montes de Toledo. A naciente, la hosca y cenicienta peña de Cenicientos marca la derrota del horizonte madrileño.
Observaba Unamuno -voz del 98 redivivo- que "la primera honda lección de patriotismo se recibe cuando se logra cobrar conciencia clara y arraigada del paisaje de la patria". Todo pudiera ser.
Incluso que los madrileños, tan fríos como somos con todo lo nuestro, hiciéramos algún día patria chica, hiciéramos terruño, empezando por descubrir los límites precisos de nuestra geografía, empezando por la verde, virgen y varia sierra de la Higuera.
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