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Tribuna
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Un lujo de la política española

Ya en el momento en que llegó a la Real Academia de la Lengua se pudo caracterizar la figura política de José María de Areilza de la manera como se titula este artículo. Los años pasados desde entonces no han hecho otra cosa que multiplicar esa impresión. Hoy, cuando la política se ha vuelto prosaica y es el terreno de disputas entre quienes se han profesionalizado muy pronto en ella, carecen de preocupaciones por otras cuestiones y apenas ofrecen interés para terceros un poco exigentes, una persona como él resultaría inimaginable en este terreno. En nuestros tiempos resulta casi imposible encontrar en la política española una persona dotada de medios de fortuna capaz de pensar un poco en grande y, al mismo tiempo, con intereses intelectuales y literarios, como fue Areilza.Llegado tempranamente a la política española en circunstancias de maximalismo y radicalización de los años treinta, participó en los grupos de extrema derecha monárquica. Rasgo muy característico suyo fue que luego -en uno de sus escritos de memorias- se reconociera autor, en plena guerra civil, como entusiasta partidario de la sublevación del 36, de algunos discursos "rotundos y beligerantes". Fueron bastante más que eso, pero la levedad y la elegancia de Areilza le hicieron recurrir a estos adjetivos y no a la justificación tortuosa de lo que había sido su pasado o al examen de conciencia penitente como consecuencia del mismo. Lo que vino a continuación en su trayectoria política se explica por una mezcla entre una inteligencia brillante, una pasión nunca desfallecida por estar en política y un realismo apabullante. Nunca tomó muy en seno el régimen, ni siquiera en los años cuarenta, pero sirvió en él porque no vio otra posibilidad de actuación. Cuando lo abandonó, a mediados de los sesenta, fue porque, hombre de un género de derecha muy por encima de lo que esto suele significar en nuestro país, fue consciente de que la sociedad española estaba ya en condiciones de liberarse de las opresoras rigideces de una dictadura cuyo origen fue una guerra civil y que no quería hacer perdurar siempre la división entre vencedores y vencidos.

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A partir de entonces Areilza se pudo equivocar en muchas ocasiones, pero no erró en lo esencial y no sólo prestó un servicio inestimable a todos los españoles, sino que es difícil imaginar quién podría haber cumplido esa misión de no ser él mismo. Su momento estelar no fue cuando asumió la dirección de la causa monárquica, ni tampoco al ejercer de ministro, ya en el comienzo de la transición, o todo a lo largo de ésta. Cumplió una auténtica misión histórica durante los primeros setenta, en aquellos momentos en que era imprescindible convencer a las clases medias ilustradas de que era posible y deseable una transición sin traumas. Esa postura le valió persecuciones ridículas y maniáticas de las que no quiso dar cuenta en sus memorias por esa elegancia que solía transpirar en todos sus actos. Luego, siempre en solitario, tuvo que recurrir a alianzas en donde descollaba por su obvia superioridad, pero en donde también una y otra vez era objeto de prevenciones que solieron acabar a disgusto suyo y de los demás.

Todo eso vale para el Areilza político. Había también otro, literato, capaz de hacer espléndidos retratos humanos, evocar recuerdos del pasado o transmitir impresiones estéticas. Sus memorias podrán ser discutibles por imprecisión o por sus elusiones pero son irrepetibles cuando translucen al escritor de raza. Sus artículos lubricaron el camino hacia la transición cuando ésta todavía parecía imposible. Lo más obvio que hoy se puede decir de él es que forma parte de esa docena de españoles del pasado medio siglo que exigen un buen libro biográfico.

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