Ayuda para cortar las amarras
Algunas escenas en la Asociación Derecho a Morir Dignamente, que informa a enfermos terminales
Las dos mujeres estaban sentadas frente a Aurora Bau, en la sede de la Asociación Derecho a Morir Dignamente. Querían información. Una era algo mayor y no paraba de preguntar. La otra, silenciosa, escuchaba. Las preguntas eran muy generales, demasiado. Aurora no tenía ya ninguna duda: la enferma era la que callaba.
Hablaron durante largo rato sobre la asociación, sobre los médicos, siempre en genérico. Y por fin, la joven echa el nudo que está a punto de reventarle el pecho: tiene dos hijos pequeños y hace apenas unos días que le han dicho que es terminal.
Aurora Bau ha vivido la escena otras veces y siempre le ha parecido difícil. "Notas que la boca se les seca. La angustia casi no les deja hablar. A veces, como el caso de esa joven madre, cuando vienen a verte ni siquiera han asumido totalmente la realidad. A la mayoría no les importa morir. Lo que les importa es lo que dejan". La enferma se expresaba con tristeza y estaba inmensamente cansada. "Están terminales y les pedimos que asuman todo lo que les viene encima, precisamente cuando menos fuerza tienen".
Aurora tenía claro qué tipo de ayuda precisaba aquella joven madre. "Cuando estabas de parto, te sentiste aliviada cuando tuviste la maleta a punto. Arregla también ahora las maletas y descansa. Confíate a los que te quieren y no tengas miedo: te acompañaremos". La joven madre se echa a llorar.
"En estas situaciones, la mayor angustia no la produce la idea de morir sino tener que decidir qué hacer con tantas cosas", explica Aurora Bau. Pero ella tiene una idea para esta gente que le pide ayuda: "Deja que la barca se vaya yendo. No luches contra la corriente, suelta amarras y déjate llevar".
Una vez hecha la maleta y soltadas las amarras, queda aún un largo trecho. Queda la decisión: "Carmen, cuando quieras te desconectamos". Carmen había ejercido el derecho a rechazar un tratamiento. Estaba en fase terminal de un cáncer de estómago y había convenido con Aurora y su familia que, cuando ella dijera, retirarían la sonda de la alimentación. Bien hidratada y con sedantes, duraría poco y no sufriría. Había llegado el momento, pero se lo repensó: "Aún no", les dijo. Aurora dudó. "¿Será verdad que al final, el apego a la vida hace cambiar una decisión tan meditada?". Al día siguiente tuvo la respuesta. Cuando llegó al hospital, la enferma tenía en la cabecera un cuadro pintado por sus compañeros de trabajo. Le habían hecho un pequeño homenaje de despedida. "Ahora sí", le dijo. Y con los dedos, imitó una tijera.
"Morir es un proceso que lleva su tiempo", dice, vehemente, Aurora Bau. Esta mujer de cabellos blancos, pendientes de plata y vestido informal, con dos hijos ya criados y una carrera docente a punto de terminar, es una de las voluntarias que lleva el servicio de atención personalizada de la Asociación Derecho a Morir Dignamente. Hace diez años que comenzó a colaborar con la asociación y ha visto cómo pasaba de ser un pequeño grupúsculo de voluntarios a quienes muchos miraban como criminales para convertirse en una entidad con más de 2.600 adheridos en toda España y un millar de cotizantes regulares que permiten mantener una intensa presencia pública.
"Ahora tenemos hasta una pequeña sede", indica Joana Teresa Betancourt, una de las fundadoras. El énfasis en lo de la "pequeña sede", realmente pequeña (avenida Portal del Angel, 7, ático P, Barcelona 08002) se debe a lo mucho que ha sufrido esta mujer durante muchos años por llevar sobre sus espaldas la representación de una entidad sin otro instrumental que los teléfonos particulares y las casas del núcleo fundacional.
Han pasado ya quince años desde que el madrileño Miguel Ángel Lerma, ahora afincado en Estados Unidos, escribiera a la sección de Cartas al Director de este periódico anunciando su deseo de fundar en España una asociación por el derecho a morir con dignidad y ofreciendo un apartado de correos como contacto.
La llamada fructificó y la asociación, que fijó su sede en Barcelona en 1986, tiene ahora grupos organizados en muchas ciudades de España en las que estos días se recogen firmas de autoinculpación por la muerte de Ramón Sampedro, el tetraplégico de La Coruña que, con su muerte, ha llevado el debate sobre el derecho a la eutanasia en España al centro de la agenda política.
El teléfono de la asociación no deja de sonar. Acaban de anunciar una remesa de nuevas firmas desde Murcia. "Estamos desbordados", dice Joana Teresa Batancourt. Ella y el presidente, el filósofo Salvador Pániker, llevan como pueden la enorme presión mediática desatada por la muerte de Sampedro, que ha sido durante varios años el mejor aval para la asociación, el mejor reclamo y también el mejor ejemplo de lo que persigue. La asociación ha crecido mucho en los últimos años. Pero como siempre en las organizaciones voluntarias, las personas activas, las que sostienen regularmente la organización, son unas pocas.
"El principal servicio que prestamos es el de la información", precisa María Teresa Betancourt. "Básicamente a enfermos que llegan absolutamente desorientados y angustiados. De hecho, estamos supliendo a los servicios sanitarios, que no dan la información que los enfermos precisan. Han llegado a nosotros personas con tumores diseminados, solicitando una eutanasia inmediata por la angustia que les producía el sufrimiento de la fase terminal. Nadie les había informado que hay fármacos capaces de eliminar el dolor y unidades de cuidados paliativos cuya misión es precisamente que mueran sin sufrimiento".
Si las cosas van bien, los cuidados paliativos deben resolver la inmensa mayoría de los casos, precisa Aurora Bau. La eutanasia voluntaria sólo debe quedar reservada a una minoría de casos: aquéllos en los que la enfermedad ha hecho que la vida ya no sea digna de ser vivida. "La dignidad es un valor socialmente reconocido, pero que se concreta individualmente. Sólo uno mismo puede determinar si su propia existencia tiene o ha dejado de tener dignidad", proclama la asociación.
Además de información, la asociación ofrece ayuda personalizada para estos casos, que sigue hasta el último momento. Y ese seguimiento comporta a veces roces con otras personas. Aurora Bau recuerda el caso de una mujer joven, enfermera, a la que ella asistió.
"Estaba condenada a una parálisis progresiva que acabaría siendo total, con postración indefinida. Al final, sería como un vegetal. No tenía ningún miedo de morir. Lo que temía era quedar viva. Por eso quería que le diéramos la inyección. Le hicieron varias operaciones, para ir matando nervios y evitar el dolor. Y cada vez que iba a verla al hospital, me pedía la inyección. El personal sanitario de la planta me vigilaba. Cuando llegaba, muchos me miraban como si llevara la guadaña en el hombro. Incluso su familia me miraba mal. La inyección, me pedía ella una y otra vez, y cuando yo le le decía que no podía, giraba la cara. 'Si no me ayudas en esto, para qué sirves', me decía, antes de girar la cara. Por fin, una hermana que hasta entonces no había ni querido oír hablar de eutanasia, le dijo al médico que quería llevársela a casa. El médico se negó a autorizar el alta. No sé qué debió pensar el médico. Pero el caso es que a los pocos días la enferma murió. En el hospital, dulcemente".
Entorno adecuado
La decisión de ayudar a morir no es nunca fácil. Ni siquiera cuando existen los instrumentos. Por eso, Aurora insiste a quienes le piden ayuda que lo más importante es elegir bien el entorno en el que se quiere morir. Las personas que estarán con él hasta el final.Una enferma estaba en casa y sufría un proceso cancerígeno terminal muy doloroso. Habían aumentado las dosis de calmantes y el sufrimiento no cesaba. Ella quería morir. Lo pedía constantemente y sus hermanas lo vivían de forma muy angustiosa. Una de ellas, más decidida, pidió ayuda al médico para poner fin a la situación. Pero el médico se negó. Insistió varias veces, sin éxito. Él respondía que estaba haciendo todo lo posible, que no podía ir más lejos. Un día les dejó los calmantes para el fin de semana. Pero muchos más de los que dejaba habitualmente. Por fin cayeron en la cuenta: les había dejado el instrumento. La dosis de calmantes necesarios para que la enferma pudiera morir. La hermana se quedó entonces petrificada en el pasillo, con las pastillas en la mano. Una cosa era pelearse con el médico y otra hacerlo ella misma.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.