El bien y la política
Parece que los políticos siempre han querido poner a Dios de su parte, incluso se han presentado como el brazo, por lo general armado, de Dios; frente a la parte adversaria, despojada de tal ayuda, cuando no instrumento claro del Malo, o el Malo mismo encarnado. Podría parecer que con la secularización y consiguiente admisión del pluralismo ideológico, religioso y político la invectiva jupiterina sería sustituida en los políticos, o en quienes hablan de política, por menos apabullantes modos de justificación. Pero quedan resabios que salen por ahí todos los días, aunque es cierto que, en muchos casos, el Dios personal ha sido sustituido por entidades implícitas o categorías de valores, que en el no creyente hacen la misma función: el Bien, la Bondad, la Superioridad Moral, de los que algunos, o muchos., se muestran adalides y beligerantes orgullosos.Lo que sí podemos hacer es estar de acuerdo en lo que está mal, y, más modestamente, tratar de atajarlo, o eliminarlo. El establecimiento de este principio en las relaciones internacionales, o su consolidación, ayudaría bastante a hacer un mundo algo mejor; de ese modo, al menos, habría que compaginar el interés con una cierta decencia, o, incluso, llegar a la convicción de que la decencia generalizada es una cuestión de primordial interés.
Podemos estar de acuerdo, por ejemplo, en que es malo que haya dictadores que quitan libertad a sus pueblos; y es malo que el pueblo esté oprimido, y que sus componentes no gocen de un razonable acopio de derechos humanos.
Pero no es fácil acertar en la estrategia y táctica adecuada para combatir ese mal. En esencia, dos son las posibles en relación con un sistema opresor: combatirlo de frente, o ganarle por la mano mediante actuaciones de acercamiento, incluso amistosas. En el primer caso, el acorralamiento del dictador no suele carecer de consecuencias desagradables para las mismas gentes oprimidas, que experimentan, de momento al menos, un incremento de opresión o desgracias; para lo que no es necesario pensar en Cuba o Irak; también aquí tenemos (los que tenemos suficiente edad o conocimiento histórico) experiencia de lo mismo. A veces, sin embargo, el cinturón que oprime al opresor acaba por dar resultado, como en la desaparición de la política de apartheid en Suráfrica.
En el segundo caso, la política de buenas maneras puede dar resultados a la larga, al precio, sin embargo, del alargamiento de la opresión en el tiempo; a muchos nos desagradó bastante el famoso abrazo de Eisenhower a Franco, que, sin embargo, produjo varias aperturas, y, a la vez, una consolidación de una dictadura algo menos dura (fue en disminución el número de condenas a muerte, por ejemplo, lo que no es poco; se produjeron reformas jurídicas que aumentaban garantías de los ciudadanos). Pero, en otras situaciones, la política de tira y afloja, condenas y sonrisas, y negocio, y apaciguamiento con protestas, conduce al desastre, como con la Alemania nazi.
Ante estas situaciones, unos tienden a ver el vaso medio lleno, y otros medio vacío; pero su óptica suele sufrir la contaminación de sus intereses o de sus simpatías y remotas (o no tan remotas) afinidades ideológicas. La gente en general es (o somos) incapaces de medir por el mismo rasero a Castro, a Pinochet, o a Sadam Husein.
Me produce notable repugnancia gran parte del debate al uso sobre las estrategias para tratar a unas o a otras dictaduras, formas diversas de algo que, según hemos convenido, está mal; y sucede precisamente porque, sabiendo esto muy claro, donde está el mal, los medios para combatirlo son dudosos, inciertos en su eficacia, complejos en sus consecuencias inmediatas. Lo primero será separar el trigo de la cizaña del interés o de la simpatía (al menos) ideológica. Lo segundo, tratar de no dejarse arrastrar por la absolutización de los medios elegidos, por la identificación de unos u otros con el Bien y el Mal. Es desagradable achacar maldad suma a quien no está de acuerdo con nuestra opinión estratégica; o necedad suma. En estas discusiones sobre la mejor manera de acabar con el mal sobra mooralina e interés más bien bajo y falta decencia. Lo de Cuba, ahora, es estupendo; unos cuantos presos políticos han visto su condición transformada en pena de destierro; también es ominoso y repugnante que tengan que desterrarse, y que continúen otros presos políticos. Un poco de seriedad en los debates.
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