Dios
La exhibición del dinero fresco era cosa de relativo gusto. Los nuevos ricos eran simples plebeyos que habían engordado con monedas, como podrían haber llenado su panza de tocinos o chicharrones. Tenían poder, pero les faltaba potencia. Podían, pero no imponían. Ahora, sin embargo, los ricos pueden exponerse relucientes, pesados, desnudos. Es decir, convertirse en mera salacidad. Obscenos como beneficiarios de su especulación, grandes y gordos como efecto de su bulimia, pulidos como lingotes macizos. Ahora los ricos valen directamente lo que pesan, y así George Soros puede desequilibrar el valor de la rupia, el won o el bhat, Warren Buffet puede izar a pulso el valor de 4.000 toneladas de plata o Ted Turner, que ganó 1.000 millones de dólares en ocho meses de trasiegos bursátiles, lastrar con sus kilos la volátil anemia de la ONU. El mismo Bill Gates aún podría hacer más para aplomar, si le place, la masa virtual en que se ha convertido el planeta. Según el Informe Mundial sobre Desarrollo Humano de 1997, la relación de renta entre el 20% de los más ricos del mundo y el 20% de los más pobres, que era de 30 a 1 en 1960, ha saltado de 84 a 1. El año pasado, el patrimonio de los diez multimillonarios mayores representaba más de 1,5 veces la renta nacional de los 50 países menos avanzados. En México, por ejemplo, los bienes del señor más acomodado equivalen a los que suman sus 17 millones de ciudadanos más pobres. Podría erradicarse la pobreza del mundo de aquí al año 2000 con gastar unos 80.000 millones de dólares. Es decir, menos del patrimonio acumulado de las siete personas más ricas del planeta. Se encuentra, por tanto, esperanzado ramente muy cerca el día en que un solo individuo sea capaz de hacerlo todo. En ese gran instante, ya nadie dudará de la existencia de Dios.
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