Europa, ¿'potestas' o 'auctoritas' ?
El siglo XX está siendo testigo del irreversible eclipse de Europa como centro del mundo. Las dos guerras mundiales, la posterior hegemonía de Estados Unidos y la URSS y la reciente eclosión del poderoso mercado asiático han reducido a Europa a la condición de una opulenta provincia periférica de dimensiones territoriales reducidas.Los esfuerzos realizados hasta ahora en orden a paliar tal declive han tenido como objetivo fundamental y casi exclusivo la recuperación de la primacía económica y política perdidas. La actuación de los líderes políticos europeos en este campo viene condicionada, en buena medida, por la necesidad de no perder pie ante Estados Unidos o el sureste asiático. Es evidente que Europa debe seguir jugando en el futuro un importante papel político y económico. Sin embargo, creo que esta obsesión por imitar a sus competidores más directos no sólo va a favorecer el futuro desarrollo de Europa, sino que incluso puede dificultar de modo notable la evolución de la humanidad hacia un futuro más armónico y pacífico.
A lo largo de la historia se han dado, cuando menos, tres grandes modelos de estructuración geopolítica del mundo. El primero, basado en la supremacía político-militar, se rige fundamentalmente, aunque no excluivamente, por una relación de dominación -sumisión de la potencia dominante con respecto a los demás países. Su ejemplo más paradigmático lo constituiría el Imperio Romano. El segundo modelo se define también por una relación de dominación-sumisión que no se asienta, sin embargo, en el poder político -militar, sino en la concentración económica de la riqueza. Su ejemplo más ilustrativo lo constituiría la vieja Fenicia. Frente a estos dos modelos cabe un tercero, basado fundamentalmente en una relación de autoridad-respeto. El eje de actuación de este tercer modelo, cuyo paradigma lo constituiría la Grecia clásica, no radica tanto en la potestas, en el poder político o económico, sino en la auctoritas, es decir, en una influencia moral basada en el prestigio.
Un elemental ejercicio de trasposición de estos modelos históricos al momento actual nos permite establecer, con las reservas lógicas derivadas de la distancia histórica, un cierto paralelismo entre el modelo imperial romano y Estados Unidos, de una parte, y entre el modelo fenicio y los dragones del sureste asiático, de la otra. Europa no puede ni debe seguir tales modelos. A ello se oponen tanto razones estratégico-prácticas como, sobre todo, ideas y valores profundamente arraigados en nuestra cultura.
Atendiendo a las razones de orden práctico, el actual eclipse de Europa como potencia mundial tiene todos los visos de resultar irreversible. El triste papel jugado por la Unión Europea y la facilidad con la que Estados Unidos ha impuesto su ley en el conflicto de los Balcanes y otros similares no parecen dejar duda alguna acerca de su incapacidad para actuar como una auténtica potencia mundial. Por otra parte, Europa seguirá manteniendo un alto nivel económico, pero difícilmente volverá a recuperar la primacía económica mundial. Por ello, la pretensión de la UE de recuperar la primacía en el orden político-económico no sólo constituye una batalla perdida de antemano, sino que supondría un grave error desde la perspectiva de la creación de un nuevo modelo de convivencia política más justo y más humano.
La Europa del futuro no debe descansar exclusivamente en la economía, ni tan siquiera en la política, sino. sobre todo en la cultura, en los valores, en los ideales. Frente a los modelos fenicio y romano, Europa debe optar por el arquetipo de la Grecia clásica. La historia nos demuestra que aquellas instituciones o estructuras que han basado su poder en una relación exclusiva de superioridad o dominio han terminado por fenecer tarde o temprano. Frente a ello, los ideales y los valores terminan calando lenta pero inexorablemente en los seres y las sociedades humanas, generándose así un vínculo indestructible.
Vivimos momentos de crisis, de cambios muy profundos, provocados por el enorme desfase existente entre un viejo y caduco orden político estatal nacional que se niega a desaparecer y una nueva realidad globalizadora en los ámbitos social, económico, tecnológico, cultural, etcétera. La simbiosis mantenida durante los dos últimos siglos entre sociedad industrial y Estado nacional está siendo sustituida por una nueva simbiosis entre sociedad tecnológica y un nuevo tipo de estructura política y económica cuyos rasgos resultan todavía muy difíciles de definir. Estamos asistiendo a un acelerado proceso de interdependencia y transnacionalización en todos los órdenes de la vida. Cada vez resulta más difícil establecer diferencias o separaciones entre instituciones públicas y privadas, entre el Estado y la sociedad civil o entre la política interna y las relaciones internacionales.
Los Estados son incapaces de abordar los problemas derivados de ese complejo mundo, y de hecho tan sólo pueden actuar sobre una parte mínima, aunque importante, del conjunto del sustrato del conocimiento humano. El ejercicio del poder por parte de los Estados ha dejado ya de tener un carácter de exclusividad para basarse en criterios alternativos de compartición o concurrencia. Estamos pasando de una rígida y hermética estatalización de las relaciones internacionales a una enriquecedora segmentación tanto territorial como funcional. Junto a la diplomacia han surgido nuevas formas de paradiplomacia (global, interregional, transfronteriza, intermetropolitana, etcétera) cuyo sujeto no es el Estado y que son perfectamente compatibles con aquélla.
Europa, y más concretamente la Unión Europea, constituye, sin lugar a dudas, uno de los espacios geográficos en los que se están manifestando de forma más evidente todos estos cambios. El emergente orden jurídico comunitario está resquebrajando o, cuando menos, debilitando notoriamente los principios en los que se ha asentado hasta ahora el orden político tradicional. Así, frente a la coincidencia entre un ente soberano y un territorio exclusivo donde se ejerce esa soberanía, surge un sistema político mul-
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tinacional, geográficamente abierto y en constante crecimiento. Frente a una soberanía única e indivisible se establece una soberanía compartida. Junto a las leyes de los Estados surgen normas comunitarias y también, en su caso, normas regionales, interregionales, transfronterizas, etcétera.
Así como el Renacimiento fue capaz de alumbrar un nuevo mundo frente a la oscuridad medieval, del mismo modo en que la revolución francesa o la americana supieron elevar al ser humano a la condición de ciudadano libre, Europa debe responder ahora con valentía y coraje ante los retos del siglo XXI. Aunque parezca paradójico, Europa parte, en estos tiempos de perplejidad, de una situación inmejorable para volver a constituirse en el gran foco generador de una nueva civilización humana basada no sólo en intereses, sino, sobre todo, en valores. Nunca se ha dado en un espacio geográfico tan reducido un desarrollo socioeconómico y, al mismo tiempo, una diversidad cultural tan extraordinarios como los que se dan actualmente en Europa. Nuestro continente constituye un abigarrado melting-pot humano donde pugnan por convivir civilizadamente razas, religiones, lenguas, culturas, costumbres y tradiciones extraordinariamente variadas.
El gran reto de Europa consiste en construir un nuevo modelo de convivencia política, una nueva forma de democracia que, más allá de la mera yuxtaposición de los sistemas políticos actuales, sea capaz de acoger y desarrollar una nueva civilización basada en la libertad, la igualdad, la solidaridad y la diversidad cultural. Para ello debe superar esa doble tentación de dejarse llevar por sueños imperialistas caducos e imposibles, o de sustentar el proceso de construcción europea en criterios puramente economicistas.
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