_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El hombre de rojo

Hace ahora 28 meses que una pala excavadora desenterró el cadáver de Anabel Segura en un paraje de Toledo. Había permanecido allí 900 días -del 12 de abril de 1993 al 29 de septiembre de 1995- y su hallazgo puso fin a un desgraciado suceso que tardará mucho tiempo en olvidarse. Hasta ese día, yo había deseado que ella estuviera muerta, que todo hubiera terminado, que no se encontrara en un agujero, consciente, a merced de sus raptores, porque vivir en esas condiciones me parecía peor que la misma muerte; sin embargo, han pasado los años y ya no estoy tan seguro. Eran otros tiempos, naturalmente, y no es posible recuperarlos sin dejarse arrastrar por el presente, pero no creo equivocarme al afirmar que ya por entonces se presentía un desenlace fatal.Desde el principio, toda información sobre el caso nos había llegado a ráfagas, confusa, imprecisa, como si las pistas apuntaran en varias direcciones, y ello facilitó que la fantasía popular se desbordara: se dijo que el autor era un psicópata de la propia urbanización, que los secuestradores se habían equivocado de víctima, que el rapto obedecía a una venganza, que Anabel estaba retenida en un harén clandestino de Oriente Medio; o en Valencia, en manos de una secta. Habladurías, en fin, sin fundamento, morbosas y descabelladas, que demostraban hasta qué punto la desorientación mandaba en la calle. Entretanto, la policía callaba, se estrujaba los sesos y empezaba a temerse lo peor; esto es, que el secuestro hubiera surgido al azar y que sus autores no fueran profesionales.

Un revoltijo que terminó aquella noche de septiembre, cuando a eso de las diez surgió la noticia: tres personas habían sido detenidas en relación con el caso y la policía buscaba el cadáver en la provincia de Toledo. A continuación, alguien revela un dato estremecedor: Anabel fue asesinada el mismo día del secuestro. Once de la noche: los despachos de agencia saturan los teletipos, los periódicos retienen sus portadas y la radio y la televisión emiten programas especiales. Once y cuarto: se extiende otro, rumor con fuerza: el cadáver ha sido hallado en una finca de Villaluenga, comarca de la Sagra, Toledo. El alcalde de este pueblo, sin embargo, lo desmiente en antena y el rumor se esfuma.

Once y media: las tertulias nocturnas han cambiado de formato y acaparan el tema. Participan los oyentes: en la mayoría se percibe rabia, indignación; en algunos, desconcierto; en dos o tres, pena. Se habla de la necesidad de revisar el Código Penal, de Lindbergh, de los cromosomas, de la escuela alemana de psiquiatría, de la presunción de inocencia y del juez Linch. Todo, de un modo sombrío y desordenado.

Doce y media: se oye por primera vez un nombre: Numancia de la Sagra. Hacia allí parte un equipo judicial. La información torna cuerpo y 50 minutos después las televisiones empiezan a ofrecer la imagen de una excavadora removiendo la tierra.

A su alrededor se ven policías, escombros, matorrales resecos, focos de luz, y al fondo, los campos, casi ocultos en la oscuridad de la noche. Entre los presentes, un hombre vestido de rojo, cabizbajo y esposado, señala dónde hay que cavar. Y es curioso: también para él, aunque de mala manera, y a su pesar, había llegado el descanso. Dan las tres, las cuatro, las cinco, y la excavadora sigue buscando, rugiendo y abriendo la tierra del descampado. Y a las siete, cuando el amanecer ya asorna por el horizonte, encuentra por fin el cuerpo.

Ahora, 28 meses después, el hombre de rojo, su esposa y un compinche han sido juzgados por estos hechos. Por secuestrar y asesinar a una chica que simplemente "pasaba por allí". Bien triste y canalla es el destino, bien subversivo, y uno, como de pasada, se dice: sea, que se les juzgue y se les pene en consecuencia. Que la iniquidad no quede impune.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Pero en el fondo sólo es un gesto de impotencia, porque poco importa ya el número de años que purgue esta gente. Cinco, quince, treinta, ninguno de ellos aliviará a las víctimas, ni restaurará lo perdido, ni siquiera servirá para evitar nuevos desmanes. Un desastre, estos humanos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_