Argelia y la comunidad internacional
La visión dantesca de las matanzas que está padeciendo la población civil en Argelia ha abierto por primera vez en los seis años que dura la guerra civil argelina el debate en el seno de la comunidad internacional sobre su papel y capacidad de influencia, e injerencia, en dicho conflicto. Dicho debate es un punto de inflexión en lo que ha sido la pauta de dicha comunidad con respecto a este conflicto, la cual, en un exceso de celo, se ha caracterizado por mantener una inmaculada abstinencia si no tenemos en cuenta el hecho de "pasar por alto" el golpe de enero de 1992.Sin duda el poder de la imagen es definitivo para incitar la reacción de las opiniones públicas y de las mujeres y hombres bienpensantes, y quizás por ello el debate actual no ha podido tener lugar hasta ahora porque la guerra argelina ha sido en estos dos trienios pasados una guerra sin imágenes, donde la información ha sido sistemáticamente controlada y seleccionada por una de las partes en conflicto. Lo cual nos debe llevar a plantearnos que la violencia que estamos observando no tiene por qué ser un fenómeno nuevo, sino que es nuevo para nosotros. Segunda cuestión: por qué ahora sí nos llegan imágenes y testimonios cuando las fuentes de la información siguen siendo las mismas: ¿demonizar sin remisión al denominado "integrismo islámico"? ¿Invertir en una estrategia de desconcierto haciendo incomprensible el fenómeno de una violencia que tiene ya demasiados orígenes, entre los que no hay que descartar vendettas, posesión de la tierra... justificando así la decisión de armar a la población civil y promoviendo aún más la indecisión en el exterior? ¿Expresión de las discrepancias en el seno del poder y, por tanto, de una lucha interna en la que la decisión de liberar a Madani y Bachani y de establecer una tregua con la rama armada del FIS son el origen? ¿Una conjunción de todas estas estrategias?
Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid
Editorial Visor. 326 páginas. Madrid, 1997
No obstante, no creo que Europa ni cualquiera de las partes representativas de la denominada comunidad internacional debieran lanzarse en una operación de intervención de manera apresurada que básicamente responda a una táctica de imagen ante sus respectivas opiniones públicas, legítimamente comnovidas por lo que está pasando en Argelia, sin que se acompañe de un proyecto político con objetivos definidos. Limitarse a procurar consuelo material a los damnificados no contendrá la existente reproducción sistemática de la violencia. Para intentar resolver eso habría que establecer una línea de actuación política meditada teniendo en cuenta los factores y causas del conflicto. La cuestión es demasiado grave como para recurrir a paliativos en lugar de a soluciones.
Para ello, debería darse la voluntad de plantearse, el análisis del conflicto argelino desde criterios distintos a los hasta ahora predominantes. Habría que partir del principio de que la raíz del problema ha sido siempre, y sigue siendo, política, no militar ni de seguridad en sentido estricto. No se trata de afrontar un problema de terrorismo en el seno de un Estado legítimo, sino de favorecer el establecimiento de un orden dernocrático. Sin un programa político realista por parte de la comunidad internacional, intentar lanzar una comisión de investigación sin saber bien ni cuáles son los objetivos ni la manera de realizarla con credibilidad quizás no serviría más que para que las consecuencias derivadas de dicha situación alimentasen la susceptibilidad no ya del Gobierno, sino de muchos argelinos que acaben siendo convencidos de que Octidente viene a juzgarles. En un país como Argelia, donde la experiencia histórica de una ominosa vivencia colonial les ha promovido legítimamente un imaginario lleno de susceptibilidades contra la presencia extranjera, dicha situación es fácilmente manipulable y podría desembocar en reacciones populares no deseada. Esto, sin embargo, no debe confundirse con lo que es el muro que levantan siempre las autoridades argelinas con respecto a todo lo que son requisitos de respeto de derechos humanos y de democratización real del régimen, porque éstos sí constituyen la esperanza de la población argelina y deberían ser los principios que guiasen a la comunidad internacional en sus relaciones con Argelia.
En Io político todo se vuelve injerencia inadmisible, si bien la presencia extranjera en términos económicos no ofrece el mismo problema, antes bien es objeto de una estrategia de captación. Dejando de lado el nacionalismo, la apertura en el ámbito energético al capital extranjero (existen más de veinte firmas internacionales) ha permitido a Argelia dotarse de credibilidad financiera y de apoyo político al régimen. De hecho, la liberalización económica ha supuesto un valioso instrumento político al servicio del régimen, a través del cual ha logrado aliarse con las potencias extranjeras. ¿Por qué entonces contribuir a la pacificación se convierte en injerencia?
Pero más allá de los imperativos de los intereses económicos, la autocensura que se hace la comunidad internacional a la hora de influir en una solución política en Argelia, es decir, una transición democrática en que se cuente, entre otras fuerzas políticas, con el FIS, procede de la orientación ideológica que se ha hecho del conflicto planteándolo en términos culturalistas y de antagonismo socio-cultural. No se trata de una cruzada contra el monolíticamente denomínado "integrismo islámico". Ésta es una presentación interesada del conflicto a fin de convertir "su" guerra en "nuestra" guerra y "su" enemigo político en "nuestro" enemigo civilizacional. Esto ha bloqueado a las sociedades occidentales para discernir racionalmente sobre el conflicto en Argelia: una guerra por la perpetuación en el poder de un grupo dominante frente a una oposición con capacidad social de alternativa. Sin embargo, es esa percepción dominante de que el conflicto es entre un modelo social similar al nuestro (secular) y otro modelo social inaceptable, marcado por las reglas religiosas derivadas del Corán, lo que impide que el conflicto se analice utilizando las ciencias sociales y no el negativo imaginario occidental sobre el islam. Ni unos representan ese modelo secular ni los otros, salvo esos locos radicales que no se sabe muy bien a quiénes representan, están reclamando un Estado islámico, sino una transición democrática con las demás fuerzas políticas, incluidas las gobernantes.
Y así, las representaciones en esta guerra se invierten y confunden: los poderes autoritarios (responsables de un golpe de Estado) devienen defensores de los valores republicanos y modernos; el fenómeno de la violencia se limita a ser interpretado como una patología del islam; se presenta una polarización maniquea entre República y Estado islámico; y buena parte de los actores reconocidos y erigidos en Occidente como demócratas cuestionan realmente su autodefinición democrática por su escasa resistencia al Estado autoritario y su poco entusiasmo por el pacto democrático; mientras que aquellos que reclaman un Gobierno por las urnas en un marco libre y pluralista su credibilidad sigue bajo sospecha. En tanto que no se modifique esta percepción del problema, difícilmente podremos ayudar como es debido a Argelia.
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