La isla
La isla de Tabarca, deshabitada bajo el sol de enero, exhibía el perfil de su iglesia y de sus murallas emergiendo del mar cuando ayer, víspera de san Antonio abad, patrón de los animales, navegué hasta allí desde Santa Pola. No había leído los periódicos ni había oído la radio esa mañana. Eso significa que llegué a esa isla soleada sin adherencias, limpio por dentro y por fuera, con la simulada desnudez de los antiguos viajeros cuya sabiduría sólo se alimentaba de alimentos naturales. Debido a las, lluvias de otoño que este año han sido generosas, Tabarca tenía ahora una tonalidad verdosa instalada en el musgo de sus roquedas y en el leve pasto brotado por la parte de Oriente, muy alejada de ese fulgor mineral que le da el terror del verano, el sonido de las chicharras y el sudor de los turistas vulnerando el aire. En invierno apenas quedan en la isla unas cinco familias de pescadores. Al llegar al atracadero no había nadie. Sólo vi una pequeña barca de pesca amarrada y en ella dormitaba un cerdo que parecía feliz. Los cerdos chillan mucho cuando presienten la muerte, pero éste estaba muy confiado, recién lavado y con un lazo rojo en cada oreja. En la soledad de la isla sólo se oían los gruñidos de placer que daba a veces. Por el muelle se acercó un marinero. Puso en marcha aquella barca blanca y azul y desde la cubierta me dijo que se llevaba al cerdo a una procesión de animales que había en Santa Pola por la fiesta de san Antonio para que el cura le echara la bendición. Me quedé contemplando cómo se alejaban. El cerdo navegaba muy tranquilo asomando la cabeza por la popa y al poco rato su silueta se convirtió en un punto sonrosado en medio del mar, aunque lo último en desaparecer por el horizonte fue el color rojo de sus lazos en las orejas. La isla de Tabarca ayer estaba pura y desnuda, bruñida por un viento mistral muy fino. Mañana el cerdo regresará a ella bendecido. Comenzará a engordar. Con el sucio verano volverán también los turistas y se lo comerán.. Al cerdo y a la isla.
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