El nuevo autoritarismo
La rutina intelectual es un vicio característico de la cultura de la información. Los acontecimientos, las modas, los personajes, desfilan muy deprisa por la escena mediática sin apenas tiempo a hacerse carne, pero el sustrato de pensamiento que alimenta los comentarios que adornan el espectáculo es muy repetitivo. La velocidad de la secuencia de hechos obliga a improvisar explicaciones, dejando poco tiempo a la verdadera reflexión que permite detectar los cambios y las corrientes de fondo. De ello se resiente el pensamiento crítico, como se puede apreciar, por ejemplo, en el discurso sobre el autoritarismo de la derecha.Hay en España una tendencia a interpretar, el comportamiento de la derecha política en relación con el franquismo. El hecho de que antiguos dirigentes franquistas reciclados al sistema democrático ocupen cargos de responabilidad en el PP facilita esta fijación, que, a su vez, da a la oposición argumento para alimentar siempre cierta sospecha sobre la legitimidad democrática de los actuales gobernantes. Sin duda, ay elementos de continuidad entre aquella forma de fascismo hispánico y la cultura política actual, especialmente de la derecha, pero no sólo de ella. Gobernantes y gobernados han compartido durante la transición una cierta idea de sumisión (adhesión al caudillaje y apología de la servidumbre) que puede que haya hecho más fácil el proceso de cambio, pero que ha lastrado la democracia que de él ha surgido. Sin embargo, a estas alturas, la referencia al franquismo no me parece la mejor manera de analizar posibles tentaciones neoautoritarias de la derecha. No es el retorno de la vieja derecha franquista (aunque Fraga siga en el poder) lo más relevante, sino ciertas actitudes en sectores de la derecha española, pero también en otros ambientes políticos e intelectuales del mundo occidental.
Porque, a mi entender, lo significativo, en la medida en que puede ser la incubación del huevo de la serpiente de un nuevo autoritarismo, es la indiferencia (algunos prefieren hablar de relativismo moral) respecto a los valores democráticos, que se traduce en la aceptación del mercado como super ego colectivo y en una confusionista apelación a la tolerancia. Cierto que, en el caso español, en algunos momentos aparece el viejo rostro de la derecha doctrinaria, en lo religioso (nacionalcatolicismo) o en lo social y político (familia, orden y ejército), ya sea para contentar a los sectores más tradicionales de su clientela (contra las parejas de hecho) o por aparente descuido, es decir, por falta de sensibilidad democrática (militarización de las fuerzas de seguridad). Con algo hay que alimentar a la parroquia y en la clientela de la derecha hay todavía mucha presencia del franquismo ideológico, del mismo modo que hay una tradición de mal gusto de la derecha española que reluce en las actuaciones culturales de algunos de los ayuntamientos que controlan. Pero, más allá de lo idiosincrático, lo que es alarmante es la indiferencia ante los valores democráticos que trasluce el pragmatismo de la derecha. Indiferencia en la acción: había un problema y se ha resuelto, conforme a la arrogante fórmula creada por Aznar para el caso de los inmigrantes que habían sido sedados para ser devueltos a su país de origen. Indiferencia en lo ideológico: todo vale con tal de mantenerse en el poder, como demuestra la enorme distancia entre las propuestas electorales del PP y sus acuerdos con los nacionalismos históricos.
En nombre de la tolerancia (figura a la que apelan reiteradamente para subrayar que nada tiene que ver con intolerancias pasadas) y con el argumento de que todas las opiniones son respetables, se da carta de naturaleza al discurso antidemocrático. Así, por citar algunos ejemplos recientes, se muestra comprensión con los que afirman que el franquismo no estuvo tan mal porque, en definitiva, permitió el desarrollo económico del país en los años 60; se deja para el inventario de opiniones personales que un fiscal diga que los militares argentinos se levantaron para mantener el orden constitucional, o se atribuye a la lista de imprevisibles casos clínicos que un ciudadano mate a su mujer, en un país en que mueren más de 60 mujeres al año víctimas de sus maridos. Puede decirse que son anécdotas, pero las anécdotas suman y lo relevante es que nunca encuentran una respuesta institucional que defienda los referentes democráticos. "Quien tolera insulta", decía Goethe. El insulto no es tolerar, sino, delante de determinadas opiniones, no responder como gobernantes democráticos. Que cada cual pueda decir lo que piensa (principio básico de la libertad de expresión) no significa que todas las opiniones sean iguales. Y a los gobernantes democráticos les concierne hacer pedagogía de la cultura democrática. Porque, al fin y al cabo, sin unos referentes comunes la democracia acaba siendo inviable.
Si a la trivialización de los valores democráticos por la vía del relativismo moral descrito añadimos otros dos factores que, en realidad, son dos caras de una misma moneda: el descrédito del Estado por los propios gobernantes y la aceptación de la hegemonía de poderes económicos ajenos a la representación democrática, se tendrá que aceptar que el equilibrio sobre el que se asienta la democracia es bastante precario y que los temores reiterados últimamente por diversos intelectuales del mundo occidental de que la democracia haya sido un breve paréntesis en la historia no son forzosamente catastrofistas.
Al descrédito del Estado democrático en España contribuyeron poderosamente los gobernantes socialistas con la corrupción, pero la derecha se suma a ella con el entusiasmo con el que presenta cualquier privatización, con la insistencia ideológica en que lo bueno está fuera del Estado y en que el beneficio privado es lo único importante. Y sobre todo, con la indiferencia. Si los gobernantes confían más en la gestión privada que en la gestión pública, ¿quién defenderá al Estado? ¿Por qué la ideología de la derecha, no sólo en España, muestra tanta preocupación por el exceso de Estado, por la concentración de poder político, y tan poca por las concentraciones del poder económico cuando, por ejemplo, 200 empresas controlan el 28% de la actividad económica mundial?
Si tiempo atrás el discurso dominante era el del triunfo del modelo liberal democrático que ponía punto final a la historia, la tercera realidad de una historia que se niega a despedirse está produciendo una variante, nada nueva por supuesto (aquí la hizo famosa un franquista como López Rodó), que asegura que la democracia sólo puede darse en países con cierto nivel de desarrollo económico, unas clases medias fuertes y un nivel cultural alto mientras que los países pobres o en desarrollo necesitan regímenes autoritarios que puedan obedecer las directrices del FMI sin reparar en las reacciones de la opinión pública, debidamente maniatada. La democracia como un premio sólo al alcance de los mejores. ¿Y quiénes son los mejores? Aznar lo tiene claro: "En la economía actual ser más competitivos no quiere decir otra cosa que ser mejores, que hacer las cosas mejor", dice en su libro España, la segunda transición.
La indiferencia no es el mejor camino para defender a la democracia de los nuevos poderes. El descrédito de lo público, tampoco. Lo alarmante es que la actitud de la derecha española (y de algunas gentes de izquierdas) no es aislada. Y que el discurso de la eficacia (importa cazar, ratones, no cómo cazarlos) encuentra cultivo en una ciudadanía con miedo a perder pie en el paraíso de la competitividad. Y cuando la eficacia es el único criterio y se renuncia al papel de arbitraje de lo público en beneficio de la hegemonía de lo económico, este frágil instrumento llamado democracia, inventado para defender la libertad de cada uno y contrarrestar las tentaciones autoritarias de los poderes, puede quedar como un simple telón decorativo en el fondo de la escena de las sociedades ricas. El nuevo autoritarismo puede que ni tenga que levantar el decorado, el triunfo de la indiferencia hará ocioso el ejercicio. Y se podrá seguir diciendo que estamos en democracia aunque los valores democráticos lleven tiempo fundidos. El nuevo autoritarismo habrá sido gestado por la propia democracia, inseminada por la indiferencia.
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