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Vías monetarias

Conviene cierto entrenamiento para afrontar el cambio, la denominación distinta de las monedas, si es que se produce, como todo hace temer. Los viejos nos aferramos, inútilmente, como siempre, al mantenimiento de lo conocido, sea el sistema métrico decimal, la raya del pantalón o la devaluada costumbre de dar los buenos días en el ambulatorio.Bastante más obstinados, los británicos tuvieron que avenirse a lo primero y no deja de serles mortificante que ahora el continente les proponga un definitivo abandono de la libra y los acomodados peniques. Comprensible la terca resistencia sajona.

Adiós, nosotros, a la peseta, al duro, al verde, al kilo que inventó El Cordobés.

Perseguidos por la jauría de la inflación, echamos fuera del trineo a los céntimos, los reales, y es inexplicable la obstinada pervivencia de la mezquina unidad, que se enreda con la pelusa del bolsillo.

La pela, la cuca, la púa, la leandra toma el rumbo del amadeo, los sevillanos -que coexistieron felizmente con las aleaciones oficiales-, el peso, el machacante serán -fugaz memoria numismática.

También la perra gorda y la chica, que en Asturias llaman perrona y perrina, con festivo desdén hacia un león rampante, más bien repantigado, que apenas palpita en el recuerdo de los muy mayores.

Con 10 céntimos se compraba el periódico diario, seis castañas calentitas en cualquier esquina madrileña y un trayecto de tranvía; los dos céntimos y el céntimo circularon por los despachos de pan y daban para un sello de Correos. Un ramo de violetas no vale más que un real, y encima llaman señorito al comprador.

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A veces uno cree ver, en la esquina ventosa de la Gran Vía, a cuerpo gentil, la silueta del chino ofreciendo "colares a peleta" y avergüenza que les tomaran por la taimada vanguardia del peligro amarillo, cuando apenas eran 150 millones de gentes defendiendo el plato de arroz. Una novela inédita, de cualquier reputado escritor contemporáneo, en La Novela Semanal u otras similares costaba 30 céntimos, y aquello sí era un esfuerzo culturizador, además, privado, y no las sonrisas del pingüino o los concursos de a ver quién es más necio.

Hace apenas un año que se licenciaron unas cuantas piezas- fraccionarias, algo que viene perpetrándose desde medio siglo atrás. ¿Hay quien se acuerde de los billetes de 1, 2, 5, 10, 25, 50? Los de 100 murieron ayer. El envilecimiento coincide con la ficción del papel moneda, prolongada en los redondeles de metal, cuyo valor intrínseco se acerca a cero.

Cuando entraron en circulación las primeras rubias decidí guardar las vueltas, que se amontonaban en la cómoda, como quizá han hecho muchos de ustedes. Compré incluso varias frascas -cuatro o cinco- como las que usan para el vino en las viejas tabernas.

No tardaron en llenarse, y creo que la capacidad correspondía a unas 1.000 pesetas. Contrariamente al propósito inicial, tenían poco de decorativas y acabaron arrinconadas. Su. poder adquisitivo, a la hora de cambiarlas forzosamente, había descendido, aunque no tanto como las de valores faciales superiores, incluidas las más atractivas y aún vigentes de 500. Constituyó un duro golpe para mi débil inclinación hacia el ahorro.

Mejor suerte alcanzaron los duros de plata, que hoy desfondarían los bolsillos con su peso y tamaño. En estas lucubraciones financieras siempre llego al punto, jamás aclarado, del hábito antepasado de guardar las onzas de oro, los escudos, coronas y maravedíes en aquellas bolsas que se arrojaban para comprar honras o mercadear la vida ante los bandoleros.

Con irremisible melancolía, y pocas esperanzas de llegar al relevo de las monedas, apencamos con ese tributo varonil que ya nos llevó -para recuperar otras vías que las monetarias- al que, por comprensible error, hemos llamado nuestro eurólogo.

Cualquiera cae en la cuenta de que se trata de cosa bien diferente.

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