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Papeles pintados

Juan José Millás

Un día, mi madre salió desnuda al pasillo y, cogiéndome enloquecida por los hombros, me ordenó que fuera corriendo a la droguería y gritara que empapelar era más sencillo que pintar.-¿Para qué? -articulé yo, intentando desviar la mirada de sus pechos, sin conseguirlo, me parece.

-Dan un premio al primero que llegue. Corre. Era el primer día que me levantaba de la cama después de haber estado una semana enfermo, con anginas, así que hice un movimiento de rebelión frente a su brusquedad: no era manera de tratar a un convaleciente. Pero ella me lanzó de un empujón escaleras abajo y de súbito me vi corriendo como un loco hacia Luis Cabrera intentando que el recuerdo de sus senos, que todavía bailaban delante de mis ojos, no me impidiera totalmente la visión de los coches. Deduje que acababa de quitarse el camisón cuando oyó el anuncio por la radio. Y es que había, en efecto, una marca de papeles pintados que se presentaba cada día en la droguería de un barrio diferente y desde allí lanzaba un reto absurdo a sus habitantes a través de las ondas. El premio era un viaje a Canarias, creo, además de media docena de rollos de papel pintado. Una fortuna para la época. Y la posibilidad de salir en la radio y que te escucharan los, abuelos, los vecinos, las madres de tus compañeros.

Todas estas promesas engrasaban mis piernas, que jamás habían alcanzado semejante coordinación motora. Hacía mucho frío, pero yo sudaba imaginando la foto en la que se nos veía a mis padres y a mí delante del avión que nos llevaría a las islas. "Enfermo de anginas, gana un viaje a Canarias", rezaba el titular del Ya, el periódico apto para menores que se leía en casa (si mi padre levantara la cabeza). Se trataba, en fin, de una oportunidad para convertirme en héroe, quizá la única que me ofrecería la vida si era cierto aquello de que la suerte sólo pasa una vez por tu puerta. A medida que aumentaba el rendimiento muscular, oía una sucesión de pequeños estallidos dentro de mí, como si estuviera relleno de vesículas o divertículos que explosionaran víctimas de aquel esfuerzo excepcional. Ignoraba si era grave, pero no podía parar a escucharme.

La campaña se había hecho famosa, pero nadie pensó que la marca de papeles pintados se dignara caer por Prosperidad, un barrio periférico y dejado de la mano de Dios. Nosotros vivíamos en Canillas, relativamente cerca de la droguería. Los niños de mi calle se encontraban en el colegio, así que por ese lado no tenía competidores. En cuanto a los hombres, estarían en sus trabajos o en sus paros. Sólo quedaban las mujeres, a la mayoría de las cuales habría sorprendido el anuncio desnudas como a mi madre. Un infierno de mujeres desnudas me cubrió de nuevo la visión, pero logré deshacerme de ella, aunque por aquí y por allá quedaron hombros desnudos y pechos balanceándose. Dios mío, no he podido olvidar el baile de aquella multitud de pechos mientras trotaba hacia la gloria o hacia Canarias, que estaban en la misma dirección. De haber continuado corriendo a aquel ritmo, sin parar, habría llegado a Tenerife sobre las aguas y, además de en el periódico, me habrían sacado en la Biblia.

Al doblar una esquina tropecé con un cojo que cayó al suelo, pero resolví con increíble celeridad la duda moral de si ayudarle a levantarse o continuar corriendo: continué corriendo. Por fin, con los pulmones más arrugados que un par de calcetines sucios, llegué a la droguería, a cuya puerta había una multitud que me abrió paso horrorizada. Alcancé el mostrador, y, aunque sabía que se me habían adelantado 30 o 40 personas, grité que empapelar era más sencillo que pintar. Lo curioso es que no me salió de la boca ni una palabra, como si hablara debajo del agua. Entonces caí al suelo víctima de mi primera lipotimia.

Siempre hay alguien que vive más cerca que tú de la droguería del barrio; sólo el infierno está siempre a la vuelta de la esquina eso es lo que aprendí. La vida no volvió a darme una oportunidad como aquélla, lo que es de agradecer. En cambio, durante los días siguientes logré sacarle alguna rentabilidad a la culpa de mi madre, cuyos pechos continúan siendo la medida de todas las cosas. El sexo es el premio de los perdedores.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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