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Corona de gloria

La reacción, más que positiva, que ha provocado en la opinión española y aun internacional el viaje del Rey a Bosnia para pasar con sus tropas el día de su cumpleaños da que pensar y eso es, precisamente, lo propio de los símbolos. Si es importante destacar y avalar la contribución de los soldados españoles a la seguridad internacional y el relevante papel que su esfuerzo consigue para España, el gesto regio va mas allá. La Corona muestra, una vez más, la eficacia de su capacidad simbólica, que se despliega allende sus competencias constitucionales, con ser éstas de importancia suma. El Rey, en efecto, ha de ejercer, como árbitro y moderador, una serie de funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes. Pero también desempeña algo aún más relevante: una función integradora de la compleja comunidad política que es España. Y en esa labor de integración, la estética, tomada en un sentido muy distinto al que cultivan las revistas del corazón, adquiere una hondura radical. No en balde, a la altura de cada tiempo, la joyeuse entrée sigue siendo un importante factor de integración política.En el Estado de Partidos, y especialmente en su hipertrofiada versión española, la realidad política y social se sectorializa e incluso se sectariza. Nada es de todos, ni siquiera, al parecer, las Humanidades, y las fuerzas políticas reservan sus mejores energías para alardear de lo propio y, más aún, para denigrar lo ajeno. Con ello el panorama que se ofrece a la ciudadanía se entenebrece, predomina la percepción de lo negativo y se fomenta la hipocondría colectiva y sus efectos depresivos.

Por ello, en un Estado de Partidos que ha sustituido el servicio al todo por el conflicto entre las partes y la neutralidad propia del Estado por la distribución de cuotas de poder, debiera de tener máxima importancia cuanto contribuya a expresar eficazmente lo mejor del existir colectivo: la integración de lo diverso y la expresión de sus aspectos más positivos. De lo que en él hay de justo, bello y hasta sublime. Lo que trasciende, la cotidianeidad.

Es ahí donde la magistratura regia ha dado, da y puede dar más de sí. Quien devolvió el Estado a la ciudadanía puede expresar y expresa que tamaña obra de arte es algo más que una empresa de gestión de servicios públicos, susceptibles, por cierto, de ser privatizados, y la política algo mejor, más noble y atractivo que un ring. Si en ella el conflicto, inherente al pluralismo es inevitable, aunque moderable, y el servicio algo imprescincible, el vivir en comunidad requiere algo más: la gloria capaz de elevar el tono vital de un pueblo, de recordarle lo mejor de lo hecho y porhacer, de movilizar sus energías y dar honor a sus ciudadanos.

Las penas son reales y cotidianas y ya celebramos funerales cada día. Pero hay algo más importante y mejor que las tristezas. Esa forma peculiar y superior de la existencia que es el vivir político, en Comunidad, es por definición alegre, a veces heroico como a cada tiempo corresponda, glorioso incluso. Desde los triunfos deportivos -baste recordar las Olimpiadas de Barcelona afortunadamente presididas por el Rey- al protagonismo internacional -piénsese en las Cumbres Iberoamericanas que sólo el Rey hace viables- pasando por la posible y deseable mediación en los problemas sociales, políticos y aún internacionales. Y, para expresar todo ello, la Corona es especialmente eficaz. A la hora de dar nuevo brillo a la identidad española en un contexto interno plurinacional y de globalización e integración exterior creciente, el liderazgo social del Rey en pro de valores éticos y estéticos es factor clave para el futuro de un Estado que no tendrá ya tanto que gestionar bienes y servicios como que diseñar y orientar estrategias. Para eso deberían servir los políticos que la democracia lleve a las responsabilidades del Gobierno y de la oposición. Pero el Estado estratega necesita ante todo "ser". Y es el ser lo que incuban los símbolos.

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