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Epifanía de la emancipación

Enrique Gil Calvo

Durante las vacaciones navideñas en mi ciudad natal he tenido ocasión de contemplar, adheridas a las señales de tráfico del centro, unas pegatinas de protesta contra el mito de los Reyes Magos. Las firmaba un colectivo autodenominado CRICA, estaban retóricamente dirigidas a los padres de familia (a quienes se invitaba a no seguir engañando más a sus hijos), pero parecían en realiad destinadas al ataque ecologista contra los comerciantes navideños y el consumismo publicitario. La anécdota carece de importancia, y si me llamó la atención, en unas fechas tan conmemorativas, fue porque su ataque contra los Reyes Magos despertó ecos biográficos en mi memoria.Hace exactamente diez años publiqué uno de mis primeros artículos en EL PAIS, titulado Los drogadictos de ju- guetes (Epifanía de la puerilidad), donde también formulaba un ataque contra la tradición navideña de engañar a los niños con el mito de los Reyes Magos. De ahí que me sintiese enternecido, al contemplar en las pegatinas la misma ingenuidad iconoclasta en la que yo mismo caí hace tiempo. Pero no hay nostalgia por mi parte, pues creo haber aprendido algo en estos diez años. Y como es sabio rectificar, hoy puedo reconocer sin reparos que entonces me equivoqué, al, juzgar sólo negativamente una institución tan ambivalente como la de los Reyes Magos. Es cierto que, considerado a simple vista, el mito de los Reyes Magos pertenece a esa clase de tradiciones oscurantistas y supersticiosas de las que la Ilustración dieciochesca se propuso emancipar al género humano. Además, nada bueno cabe esperar en principio de todo lo que se base en el engaño, pues sólo la verdad nos hará libres, según rezanlos evangelios. Por eso, en mi artículo del 88, yo clasificaba al mito de los Reyes Magos dentro del género de las mentiras piadosas que se dirigen a los niños y a los viejos para reducirlos a la condición de menores tutelados por los adultos y desposeídos de su derecho a la mayoría de edad.

Pero esta dimensión de engaño premeditado no es mas que una cara de la moneda, precisamente destinada a primero tapar y después destapar la otra cara oculta, mucho más astuta y sofisticada: los Reyes no existen porque, en realidad, son los padres. Ergo, en puridad, los padres tampoco existen dado que no tienen escrúpulos en engañar a sus hijos con mentiras piadosas como las de los Reyes. Así que, al descubrirse la falacia de los Reyes, se descubre también la falacia de los padres, lo que obliga al niño a reconocer de un solo golpe que en realidad está solo, privado tanto de padres como de Reyes. Éste es el amargo mensaje escéptico, en el fondo emancipador y pedagógico, que se aprende al dejar de creer ingenuamente en el envenenado mito de los Reyes, auténtica bomba de relojería., predestinada por anticipado a destruir con efecto retardado toda la puerilidad de los menores.

Los padres no suelen reconocerlo así, pues para justificar el engaño de sus hijos apelan al carácter seductor y prodigioso de toda ficción estética. Igual que los novelistas maravillan a sus lectores haciéndoles creer en la magia delos asuntos narrados, con lo cual demuestran su maestría creadora, ¿por qué los padres no podrían hacer creer a sus hijos en la magia de los Reyes, con lo que demostrarían su propia maestría como autores de sus vidas? Esta excusa de la ficción mágica revela la mala conciencia paterna, pues en el fondo los padres se avergüenzan de disfrutar como niños engañando a sus hijos. No obstante sí parece haber algo de verdad en el paralelo entre la ficción novelesca y la de los Reyes Magos. Pero la analogía no reside en la habilidad creadora de los padres (pues no hay mérito alguno de engañar a crédulos niños inexpertos), sino en la necesaria moraleja que debe tener todo relato considerado como vía de conocimiento, Y de -igual modo, la historia de los Reyes que se cuenta a los niños también debe tener un final feliz. Sólo que en el caso del cuento de los Reyes se trata de un fatídico final infeliz: aciago, desolador y trágico.

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¿Por qué hay que hacer sufrir tanto a los hijos, dejándoles creer primero en los Reyes para poder desengañarles después? Una primera pista la proporciona el, concepto de desencantamiento del mundo, propuesto por Max Weber para explicar la secularización. Según esto, aprender a madurar racionalmenle implica desencantarse con escepticismo de todos los previos encantamientos pueriles. Y los Reyes Magos condensarían toda la crédula magia que puebla la infancia, de la que habría que despertarse con dolor para poder asumir algún día la desencantada madurez adulta. Luego el de los Reyes es un mito emancipador, en el fondo. Pero ¿por qué ha de tener esta forma sustitutoria de la familia si, como se dice, Ios Reyes son los padres"?

En realidad, los Reyes Magos son quizás el ejemplo más característico de lo que la escuela de Winnicott ha denominado objeto transicional. En su primera infancia, los lactantes se identifican con su madre nutricia, de la que no saben distinguirse. Por tanto, para constituirse en sujetos independientes, separados de sus objetos de deseo, deben romper con su madre. Y para facilitar esa ruptura eligen un objeto de culto que sustituya a su madre como puente de transición hacia su independencia futura. Es, por ejemplo, el osito de peluche, que recuerda a la madre pero ya no es la madre, por lo que sirve en realidad como medio de transición para poder romper con ella.

Posteriormente, durante la adolescencia, vuelve a plantearse la misma necesidad de ruptura, pero entonces ya no con la madre, sino ahora con la familia, de la que los adolescentes deben aprender moralmente a independizarse. Pero como semejante ruptura es díficil y dolorosa, se facilita mucho si se adopta algún mecanismo o ritual de transición. Es lo que sucede con la pandilla de amigos o los ídolos juveniles, que actúan como objetos transicionales entre la dependencia familiar y la independencia adulta. Como tales, son objetos sustitutorios que ocupan el lugar (el centro de dependencia) que antes ocupaba la familia. Pero si el adolescente aprende a depender momentáneamente de ellos, en lugar de hacerlo de su familia, consigue así romper con su anterior dependencia familiar, que era lo que se pretendía.

De este modo, el transferir a un objeto externo (osito de peluche, pandilla adolescente, ídolo juvenil) la dependencia familiar originaria es lo que mejor permite romper con esa dependencia y llegar así a conquistar la futura independencia adulta. Ahora bien, lo problemático de estos objetos transicionales es que generan efectos perversos si su dependencia transitoria y provisional se hace permanente y duradera. Es lo que sucede con las drogas: objetos de culto y ritos de transición que se desnaturalizan convirtiéndose en nuevos sustitutos regresivos de las familias, de los que se depende sin posible ruptura. Por eso, para evitarlo, los objetos transicionales deben ser perecederos y poseer fecha de caducidad, a fin de que su dependencia se anule a sí misma.

Pues bien, en este sentido los Reyes Magos son el más perfecto objeto transicional, por ser el único que explícitamente se reconoce como tal, revelando su naturaleza sustitutoria de los padres a los que suplanta y representa. Y es que su función es suplir y superar la dependencia familiar pero sin que por eso lleguen a convertirse en un centro regresivo de permanente dependencia propia. En efecto, por su propia naturaleza, los Reyes Magos son una suerte de droga perecedera cuya dependencia está predestinada a desmentirse y anularse a sí misma. De ahí que enseñen sin efectos perversos a emanciparse moralmente de la familia. Aunque sólo sea por eso, benditos sean.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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