Un personaje histórico llamado Juan Carlos I
La vida es siempre impredecible, pero existen trayectorias personales que resultan de modo especial una sorpresa. ¿Quién habría de esperar para el descendiente de una familia real, exiliada de un país en guerra civil en espera de una larga dictadura, no muy boyante en términos económicos y en aquellos años lejana a la democracia, el destino de Juan Carlos de Borbón? Ahora que se cumplen 60 años de su nacimiento, el perfil histórico del personaje parece cada vez más nítido y el contraste resulta todavía mayor. Para los españoles resulta hoy una obviedad su identificación con el sistema político en que vivimos y el papel cardinal que desempeñó en hacerlo posible, pero quizá no conocen de manera precisa los antecedentes. Para el resto de los mortales todavía constituye un interrogante mayor la existencia de un monarca restaurado -cuando eso no es habitual- y, menos aún-, partícipe decisivo en la tarea de construcción de una democracia, algo de lo que no existe ejemplo. Quizá ni siquiera son bastante conscientes de que fue nombrado por un dictador y de que durante años vio pender sobre su futuro los más ingratos presagios. Pero pocos dudan de que ha demostrado que a fines del siglo XX puede tener sentido una Monarquía. El Rey habla a menudo de la suerte que le ha acompañado a lo largo de su vida, pero la mejor descripción de ésta es que no fue nunca nada fácil pero él ha sabido estar a la altura de las circunstancias. Una parte de su biografía ha estado marcada por decisiones que no tomó él, sino su padre: bastante diferentes de carácter, la vida de don Juan Carlos no puede entenderse sin su progenitor. Hizo éste en los años difíciles de la II Guerra Mundial el camino de vuelta hacia la convivencia entre los españoles. Es probable- que hasta los años sesenta la Monarquía de don Juan no se identificara con la democracia, pero desde los cuarenta quiso, al menos,significar la superación de la guerra civil. Nada resulta más significativo a este respecto que la frase que el padre del Rey pronunció tras entrevistarse con Franco en el verano de 1948 y enviar a su hijo a estudiar a España. "Veremos a quién le sale el tiro por la culata", le dijo a Pemán, según se cuenta en los diarios inéditos de éste. A estas, alturas quedan pocas dudas de la respuesta a este interrogante.
En el régimen de Franco
Tampoco es posible comprender a don Juan Carlos sin recordar sus largos años de formación, desde 1948 hasta 1962. Muchas de sus amistades decisivas nacieron en aquellos años, pero sobre todo en ellos adquirió la conciencia de que tenía una misión que cumplir, heredada de su padre pero destinada a realizarse de ún modo distinto al imaginado por él. Le tocaría llevarla a cabo en un determinado momento y daría sentido a su vida. Sólo comenzada la década de los sesenta se convirtió en un personaje oficial, por así decirlo, de una España en que tenía todos los inconvenientes porque se identificaba con el régimen sin resultar influyente en él. Su matrimonio -1962- le proporcionó peso, seguridad y la consejera más decisiva que ha tenido en su vida pública, pero esa misma feha sirve también para medir sus dificultades. A la vuelta de la una de miel se encontró en Grecia con el interrogante de qué hacer. Su padre quería que volviera España ya reconocido como Príncipe de Asturias, y Franco le envió el mensaje de que si no regresaba de modo inmediato, la Zarzuela podría ser ocupada por otro. Una vez en España tuvo que abrirse su primer camino por el procedimiento de darse a conocer ' mínimamente sin poder definir una imagen autónoma. Su nombramiento como sucesor, con el inevitable y doloroso alejamiento temporal de su padre, ha sido narrado en múltiples ocasiones. Nada, sin embargo, revela mejor lo sucedido que la frase empleada por el propio Rey para explicarle la situación -a su padre: "Si yo no, entonces ni tú ni yo". Quería decir que el hecho de que él no aceptara el nombramiento de Franco no implicaba que su padre pudiera ser elegido, sino que descartaba de forma definitiva la solución monárquica. Los años finales del dictador fueron probablemente los más complicados de su existencia, más incluso que los de la transición, porque durante ella, en definitiva, ya sabía qué dirección tomar. Desde 1969 a 1975 padeció las incertidumbres de aquel régimen en que la voluntad de Franco quebraba ante su propio entorno familiar y -Cuya perduración parecía cada vez más difícil sin que se adivinara el rumbo posible, dadas las crecientes tensiones, a la muerte de quien lo personificaba. Dos interrogantes sobre este periodo resultan difíciles de comprender para los observadores extranjeros. El primero se refiere a la posición del entonces Príncipe de España en el seno del régimen. Para explicarla bueno será recurrir a una anécdota narrada Por Santiago Carillo. Cuenta que en una ocasión el Rey, evocando esa época, le dúo que, a base de hacerse el tonto durante tantos, años, la gente se creyó que era efectivamente tonto. Carrillo repuso que hay que ser bastante listo para dar esa impresión. En realidad el papel fue aún más complicado. Tenía, al mismo tiempo, que dar seguridades en El Pardo, crear expectativas en el exterior asegurando que un día llegaría la democracia aunque no sabía bien cómo, hacer algún guiño a la oposición moderada en el interior -prueba de que lo logró, son, por ejemplo, los libros que Herrero, Arias Salgado o Esteban le dedicaron en esos años y, sobre todo, dar a todos razones para una esperanza en un porvenir libre y pacífico. El segundo interrogante se refiere a sus relaciones con Franco. Crecientemente afectuosas por parte del general, no implicaban consejo ni ayuda. Tampoco coincidencia en los propósitos fundamentales: algunos presuponen que Franco daba por descontada la democracia a su muerte, pero eso olvida no sólo lo que le dijo a alguno de sus ministros (Utrera), sino que también toda su vida había estado destinada a evitarla en España.Una verdadera actividad política propia, con el suficiente grado de autonomía, sólo la logró don Juan Carlos en las tres semanas decisivas en que ejerció como jefe de Estado interino mientras Franco agonizaba. Tuvo que moverse en una complicadísima situación interior y exterior, pero demostró ya tener capacidades para superarla. El papel del Rey en la transición puede ser objeto de dos interpretaciones erróneas. La primera deriva de juzgar que aquélla fue obra de la clase política y consiste en atribuirle méritos exclusivos, incluso el de tener un plan preciso para llegar al resultado. final. Pero eso, que es insostenible, no lo han sugerido nunca los principales protagonistas individuales de la transición -él mismo y Suárez-, sino que insisten en el protagonismo colectivo y en que el proceso de transición se fue haciendo día a día, a base de imaginación -porque no había de dónde aprender-, por más que estuviera claro el final al que se quería llegar. Otra interpretación consiste en sugerir que fueron las circunstancias o el propio impulso de la sociedad española los que empujaron las decisiones individuales. Pero eso es poco sostenible. Si el Rey no hizo la transición, dos decisiones fundamentales en este proceso -los nombramientos de Fernández Miranda y Suárez fueron, en exclusiva, suyas y dieron muy buen resultado. Todavía sería necesario mencionar una tercera, el desplazamiento de Arias Navarro, pero ése fue el último acto de la vida política normal en que intervino de forma directa. El día a día de la transición estuvo en manos de Suárez, de modo que se puede decir que el Rey fue un monarca constitucional y parlamentario antes incluso de que hubiera Ley Fundamental o Cortes democráticas. Cuando se redactó el texto de la Constitución no pretendió en absoluto influir sobre su contenido, ni siquiera en aquellas cuestiones que se referían a la Monarquía. Para muchos españoles el comportamiento del Monarca durante el 23-F fue una revelación, pero, desde el punto de vista histórico, sería más oportuno decir que fue una consecuencia. La verdad estricta es que los mandos militares presentaron muchas más dificultades a la transición a la democracia de lo que durante ella misma se admitió. Hubo frecuentes forcejeos psicológicos entre quienes querían a lo sumo una apertura y el deseo de convertir a los españoles en dueños de sus propios destinos. Más que ser el motor del cambio, don Juan Carlos se convirtió durante aquellos años en su escudo protector. Es difícil imaginar que buena parte de los generales de entonces hubieran aceptado todo el proceso de no ser por él, como se reveló en aquella ocasión decisiva en la que muchos de ellos obedecieron mucho más a la persona que a la Constitución. Cualquiera que haya estudiado aquellas horas decisivas sabe que la intervención del Rey se produjo en el momento en que resultó posible. Es evidente también que fue decisiva. Lo que, en cambio, se suele tener menos en cuenta son las cautelas guardadas en aquella ocasión para evitar la impresión de que había pasado a ejercer el gobierno por sí mismo. Tampoco se suele ponderar la importancia de su mensaje a los grupos políticos inmediatamente después del intento golpista. Fue una advertencia que contribuyó a que se encauzara un comportamiento que en algunas personalidades concretas había llegado a convertirse en suicida. Todos los mensajes posteriores de don Juan Carlos han permanecido en el nivel de generalidad que la magistratura que desempeña exige, pero muy a menudo merecen una seria reflexión sobre el porvenir político colectivo.
El futuro
Es lógico, sobre todo en ese rellano de la vida que son los 60 años, que el Rey se plantee un futuro de la institución monárquica que necesita una adaptación a las nuevas circunstancias que derivan de' la existencia de una Unión Europea en que a las dinastías reinantes les corresponde un papel político decreciente y, al mismo tiempo, pueden tener como peligro novísimo la sobreexposición mediática. El príncipe de Asturias no tendrá que enfrentarse los retos de su padre. Es muy probable que deba encontrar en nuevas funciones simbólicas -de cara a Iberoamérica o en materias culturales, por ejemplo- la continuidad con la tarea que le correspondió a su padre. Lo que resulta obvio, al mismo tiempo, es que tiene en él un modelo del que aprender. Don Juan Carlos guarda, a los 60 años, la espontaneidad de cuando era cadete en la Academia de Zaragoza. No es infatuado ni pretencioso; su cordialidad es proverbial y su llaneza le sitúa a muchos años luz de lo habitual en otros monarcas actuales. Pero eso forma parte de un rasgo suyo tan importante que a él le ha servido para ponderar las virtudes de la Reina, es decir, una profesionalidad que ha superado la más difícil prueba, la de los monárquicos superlativos que pontifican sobre lo que debe hacer o quienes, por haber estado cerca suyo en. algún momento, se animan a querer administrar su persona y sus actividades. La profesionalidad es también estar bien informado y mantener bien aguzado el instinto, producto de la listeza natural, pero también acrecido por la experiencia y en las dificultades. Estos rasgos -y una indudable bondad personal- explican que del Rey se pueda hacer el mejor y más escueto elogio que cabe de un personaje ya histórico: haber sido capaz de estar a la altura de' las difíciles circunstancias que le han tocado en la vida.
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